LA ANGUSTIA

No quiero meterme en la angustia,
la angustia del tiempo
que tiembla en las manos del hombre;
esas manos sin pulso ni sangre
que vibren con tactos humanos,
esos dedos de hierro de garfios y aceros
curvando sus uñas sobre corazones
ingenuos de artistas de santos y de pordioseros.
No quiero meterme en la angustia,
ni quiero sus metas, ni quiero sus juegos,
ni quiero sus glorias,
ni quiero sus luces inmóviles
en su guardia fría por sus derroteros.

No quiero meterme en la angustia,
la angustia del hombre sin Dios
que busca respuestas
y pregunta y pregunta
a su egolatría,
y estruja los ácidos del razonamiento
hasta el límite neutro y estéril
de la sinrazón;
la angustia del hombre
que exige un «por qué»
y niega a sus pies desangrados
caminos de fe.

No quiero, no quiero la angustia
de sabor amargo
a hiel de Caín:
la angustia de torva mirada
que mata en la sombra
la sombra flechada
con haces de luz:
la angustia de aquél
que no quiso quedarse feliz en su puesto,
que no supo captar su destino
y ser el mejor en sus filas
del mando divino.

No quiero la angustia del niño,
del adolescente
que cruza sus horas
sin paz y sin juegos,
sin sueños de luz y candores.
Pobre niño adulto,
con lacras de hombre,
comprando y vendiendo,
cambiando en engaño,
mellada la frente con preocupaciones
y amargo el espíritu
de saber traiciones
en esquinas de pugna
por fuerza y por oro,
por besos de sangre...
¡Niño despojado de llantos sin lloro!

No quiero que me ahogue la angustia del miedo
al hambre y la vida,
a la gran angustia
de sentirse llegando a la meta
pisando la muerte,
sin saber si se llega,
si se gana o se pierde
en la gran carrera del alma.
Prefiero ser lirio vestido, en los valles
y pájaro alegre cruzando los cielos
de un cielo espejado en remansos de fe
al cuido del padre.
Y cumplir jornadas,
y andar mis caminos bajo luna y sol,
y hacer mis descansos
sobre cabezales de la paz de Dios...