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A ORILLAS DEL TEQUENDAMA

a Manuel Aya

      ¡Déjame ver tus ondas, Tequendama,
Que el viento en el espacio desparrama
            Cual nítido vellón;
Déjame colocar en tu corriente,
No la guirnalda que soñó mi mente,
            ¡Mi propio corazón!

Yo de ese polvo que revuelves fiero
Soy amasado. Tu morir prefiero
            Al vivir del dolor;
Nacido del desierto entre las brumas,
Al tocar en mi frente tus espumas
            Me da placer tu horror.

Cansado llego a tu silvestre orilla,
En la que apenas el primero brilla
            Rayo del almo sol;
Leve gasa de plata, como un velo,
Del fondo de tu abismo sube al cielo
            Con tintes de arrebol.

La sola inmensidad que te rodea,
Ese eterno girar que me marea,
            ¡Redoblan mi emoción!...
La ciudad, su bullicio, su locura
Lo sensual del amor y la hermosura,
            Junto de ti ¿qué, son?...

¿Qué de un pecho cobarde la tristeza
Si el recuerdo fatal de una belleza
            Le punza el corazón?...
¿Qué de un alma sin fe, sin esperanza,
Que alcanza a todo y a elevar no alcanza
            Al cielo una oración?...

¡Cuántas veces el hombre primitivo,
Buscando a su dolor un lenitivo,
            Treguas a una pasión,
En tu férvido espejo se arrobara
Y una plegaria a tu creador alzara
            ¡Llena de fe y unción!

¡Humo no más de un labio conmovido,
Con el humo de tu onda confundido,
            Una voz y otra voz!
El labio humano, que el temor desata,
Cuyo piadoso acento le arrebata
            Su imperio a la razón,

¡Y el eco de tu selva sempiterno,
Hoy sonido no más, ayer infierno
            Del indio soñador!
¡La aspiración humana indefinida,
Que en lo secreto de la muerte anida,
            Y tu ciego turbión!...

¿Que a mi las preces con que el hombre quiere
Reanimar la esperanza que se muere,
            Evitar el dolor?
¿Qué del que humilla la cerviz al yugo
Y hace del sacerdote su verdugo,
            Confiándole su honor?...

¡Busqué a Dios en la ciencia de los hombres
Y sólo hallé el error con falsos nombres
            Dictados por la fe!
Dime, la fuerza que constante agita
Tu ingente mole a la conciencia grita
            —¿«Es Este, adora en él»?

El iris que en tu frente resplandece,
Tu trueno que los bosques ensordece,
            Tu regia majestad,
¿Pueden acaso con su lengua muda
Llevar la calma al corazón que duda,
            Mostrarle la verdad?

¿Es consciente la fuerza que te empuja?
¿Lleva vida en su seno la burbuja
            Que a tu fondo cayó?
¿No es el mundo un autómata que gimo
Bajo una ley eterna que le oprime?
            ¿Es esa ley un Dios?...

¡Tinieblas y mudez!... En la penumbra
De la conciencia humana sólo alumbra
            La luz de la razon;
Ella las zarzas del camino baña,
Muestra al hombre, tras árida montaña,
            Valle de redención.

Su tibio rayo enrojeció la pira
En que postrado yace, ardiendo en ira,
            El déspota feroz;
En que se tuesta el labio del malvado
Que elevó la impostura a apostolado
            De infame religión...

Ella me dice que la luz del día,
Las tempestades de la mar bravía,
            ¡Tu misma hermosa faz,
Notas son del poema misterioso
Con que arrulla su sueño voluptuoso
            El alma universal!

Tú eres no más que un átomo brillante
Perdido en las entrañas del gigante
            Increado creador.
Sin pensamiento, inmoble, estacionario,
Sin un foco de amor en tu santuario,
            ¡Cuán triste es tu misión!...

El hombre en tanto es genio: de sus manos
Brota la luz que inunda los arcanos
            De lo que fue y lo que es;
Lleva en su mente el universo entero,
A su pecho da Amor el derrotero,
            su alma el interés...

Perdona si en lugar de poesía,
De flores y esmeralda y ambrosía,
            ¡De cántigas de amor,
Dejo en tu orilla descarnada idea
Apenas tinta con la luz febea
            De un bardo del dolor!...

No existen hoy ni sílfides, ni ondinas,
Ni náyades, ni faunos; argentinas
            Voces no suenan ya
En la concha de nácar de los mares:
El ángel de la noche en los palmares
            ¡No ha vuelto a suspirar!...

Rompió su carro el sol; hoy pobre estrella,
Con manchas en la faz, tímida y bella,
            Cruza la inmensidad.
Callaron las sirenas y tritones;
El error y la fe... las ilusiones,
            Y aun los Dioses... ¡se van!...

¡Adiós, vertiginosa catarata!...
¡Cuando se acabe para mí la grata
Ilusión de amar más, que es ya morir,
A ti vendré; y en tu fulgente espira
Mi mano inerte arrojará mi lira
Con tus últimos ecos a gemir!...

autógrafo

1878.
Antonio José Restrepo


Parnaso Colombiano (1910)
Francisco Caro Grau


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