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FUEGO SAGRADO

A la señora Delfina Mitre de Drago

Era una noche azul, diáfana y pura,
La luna conducía
Su albo bajel por la extensión serena,
Y vertiendo el encanto
Que de místico ensueño el alma llena,
Envolver a la tierra parecía,
Con su onda de luz, en niveo manto.
Salí sin rumbo, y me sentí ascendido,
Tras rápida y fantástica jornada,
A una región ignota
En altísima cumbre. La mirada
Lancé a través de la insondable esfera;
De mi orgánico ser perdí el sentido,
Y, toda valla ante mis ojos rota,
Fue inmensa mi visión, cual si estuviera
Entre el cielo y la tierra suspendido.
Contemplaba allí extático los astros,
Rasgado del espacio el negro velo,
Seguir, dejando en pos fulgentes rastros,
Su giro eterno en portentoso vuelo.
Empero, en el profundo
Silencio de esa gloria soberana,
Sólo hasta mí llegaba, desde el mundo.
El gran rumor de la colmena humana.
Y el alma me agitó, bien como suele
Hacer la luz lejana
De la región nativa,
Que, divisada apenas, de dulzura
Nos colma el corazón... Pero ¡cuán viva
Surgió ante mí su eterna desventural

La esencia y ley de todo lo creado
Sujeta el mundo a imperfección y ruina,
Y si al ser singular, víctima inerme
De la desdicha a que el vivir condena,
Es la Muerte brutal libertadora,
Para el mísero mundo,
Siempre amarrado a su vital cadena,
Mientras no le dé paz la eterna mano,
Es noche sin aurora.
De duelo y de terror tremendo arcano.
Mas bien que en sus anillos la invencible
Necesidad al hombre envuelva y ciña,
El mal sin fin que su morada infama
Más copioso y pujante aun se derrama
De su torcida voluntad, su dura
Desafección del bien. La torpe riña.
El salvaje salteo
Que «lucha por la vida» hinchado llama.
En su conciencia oscura
De lo justo ideal borra el deseo.
Y con la luz que espléndida recibe
De «aquella su porción alta y divina»,
Sólo sus bajas sendas ilumina,
Y a bastarda ambición la circunscribe.

¡Cuánto pomposo término sonoro
Arroja sobre el hórrido esqueleto
De su designio sórdido y secreto,
Cual regio manto de oro!
El engaño, la astucia, el egoísmo,
Son los reyes potentes de la tierra,
Y con armas más viles
Que espadas y fusiles
El hombre al hombre va en perenne guerra.
Con la salud o el bien del desgraciado
Acuñan sus monedas afanosos
La «industria seria y el comercio honrado»;
Y el gobierno que libre más se ostenta,
Porque ya no le afrenta
El dogal de la antigua «tiranía».
Es casi siempre pérfido ejercicio,
Donde en medio de triunfos y reveses,
Con falsa vocería
I^abran sus personales intereses
Catervas de políticos de oficio.
Y aunque en la interna esfera
De cada sociedad, tú, ley de vida.
Orden al fin, aunque inferior, impones,
¡Cómo de pueblo a pueblo
La insolente ambición, la fuerza impera!
¡Qué anárquica impudencia en las naciones!
Indignamente hundida
Fue la patria del boer ¡deslumbrante,
Fascinó al invasor su oro y diamante!
El coloso del Norte,
Viendo sólo en España una ruina,
De un inicuo atentado se hizo reo;
Y con negra cohorte
De bárbara matanza y vil saqueo
Europa fue a civilizar la China.
¡Oh civilización!... ¡Soberbia altura
De una colonia de dorados vicios!
¡En vano la Riqueza esparce el oro,
Y va hollando el Saber sendas triunfales.
Si no alza el corazón sus edificios,
Y en la frente del hombre no fulgura
El resplandor de incendios inmortales!...

Mientras así en tristeza meditaba
La muda inmensidad se oscurecía,
Y la tiniebla en los espacios era
Tan honda al fin, como si no debiera
Volver ya en ellos a reír el día.
De pronto, sobre el mundo vi a lo lejos
Posarse misteriosos los reflejos
De un invisible sol, de ignoto oriente,
Y prodigiosamente
Hacer saltar, cuando sus flancos toca,
De la gigante roca
De nuestros males, límpida corriente.
Entonces comprendí por qué se elevan
Tal vez en los desiertos de la vida
Los vergeles del bien, donde auras puras
Brío y consuelo a nuestras almas llevan.
A esa luz que estremece las honduras
Del corazón, la tierra se corona
De almas heroicas, de pasión llameante,
Y centellean en su oscura zona
Moisés, Newton, Colón, Teresa y Dante.
Entonces los humanos sentimientos
No son fuego pintado:
El amor, tantas veces profanado
Por la inconstancia frívola, o la triste
Aridez de almas de su culto indignas,
Es comunión dulcísima, que alientos
Da a toda una existencia,
Y con perenne esencia
Aun a la muerte en su fervor resiste.
Bntonces sube a su sagrado solio
El amor maternal... ¡Oh madre mía.
Memoria santa que en mi pecho vive
Como divino talismán! Más noble
Se hace, al pensar en ti, mi pensamiento,
Cual si esparciendo su hálito fecundo
La santa abnegación de tu cariño,
En mí tomara a retoñar el niño,
Y se impregnase de virtud el mundo!...

De la celeste cima
Donde a solas mi espíritu flotaba.
Sediento de expansión libre y serena,
Por oculta atracción, casi inconsciente,
Comencé a descender, y al fin rendido,
Con el alma en pesar, baja la frente,
Próximo estuve a la mansión terrena.
Vi, al penetrar en ella, abrupto alcázar
En medio de medrosas soledades,
Y en su ronco rodar le estremecían,
Y a sus torres altísimas ponían
Cimera colosal las tempestades.
De su seno una voz vaga, errabunda,
Surgía, hasta quebrarse en un gemido;
Y por encima de su vasta mole,
Allá en un mar de oscuridad profunda,
Resplandecía escrito en rayos de oro:
«Esta mezquina tierra,
De dolor y egoísmo inmenso imperio,
Sólo una cosa encierra
Digna de almas excelsas: el Misterio».

Marzo de 1909.

autógrafo

Calixto Oyuela


Calixto Oyuela

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