LA VUELTA AL CAMPO
I
¡Heme otra vez en el risueño albergue
Donde las limpias horas
De mi niñez tranquila
Bordadas de inocencia transcurrieron!
¡Cuánto sangriento y férvido combate
Reñido desde entonces
En lo íntimo del alma ¡ay! trocaron
En hondo hervor su virginal reposo!
¡Que dé afanes, congojas y dolores
La trama de mi vida
Con largo hilo de hierro entretejieron!
¡Cuántos goces también, cuántos vivaces
Afectos, encendidos
Al recio golpe en mundanales yunques!
Allí el amor, anhelo de hermosura,
Lanzó a mi corazón dardo suave,
E hizo que en él brotaran.
En vez de sangre, inmarcesibles flores.
Él envió a iniciarme en sus misterios,
No a sensual Safo, ni a Diotima docta,
Mas a cándida virgen, sin más ciencia
Que la de alzarme a la mansión celeste
Con la amorosa lumbre de sus ojos,
Y la abundante miel de sus palabras.
Allí, en larcas vigilias, devorado
Del ansia de saber, vi derrumbarse
Del tiempo en los abismos,
En honda convulsión, siglos e imperios;
Tremenda sobre el mundo
De Dios la eterna maldición sonando;
Y la virtud serena
Pasar cual lampo entre siniestras sombras.
Vi lanzar a la espada del guerrero
Sangriento replandor, y oí el heroico
Clamor de la victoria,
Que en lamentos los ecos devolvían.
¡Y cuál fue mi embeleso, cuál mi encanto,
Al ver a algún mortal semi-divino
Seguir, bañada en luz la augusta frente,
La oculta y nemorosa
Senda por donde fueron
Los pocos sabios que en el mundo han sido!
Entonces vi también surgir del polvo
De las antiguas ruinas.
Siempre armónico y simple, siempre joven,
Radiante de hermosura, el mundo griego.
¡Encamación vivísima y profunda
Del arte y la belleza;
Potente vibración, himno perenne.
Pueblo de héroes y dioses, ¡yo te adoro!
Tú hiciste resonar entre mi alma
La majestuosa voz del grande Homero,
La rápida y suave
Armonia de Píndaro, el rugiente
Arranque de Demóstenes, el claro
Acento de Platón, noble y sublime.
Y amé lo que tú amabas,
Y viví de tu vida, y tomé parte
En la hazaña inmortal de los trescientos,
Y vi a Jerjes huir torvo y sombrío,
Y contemplé extasiado
Tus rudos juegos y graciosas danzas,
Y creí en tus bellísimas ficciones,
Y escuché a tus sofistas, y sencillo
A Sócrates decir en el Liceo
Una nueva y sin par filosofía;
Y de sacro terror fui conturbado
Al visitar tu Partenón luciente.
Mas cuando vi al tirano Macedonio
Acercarse ominoso a Queronea,
Quise encender la cólera terrible
De tus dioses ¡oh Grecia!, porque, airados,
Con mano formidable
Su polvo hundiesen su ambiciosa frente...
Caíste en hondo abismo.
Mas tu aliento inmortal vive e impera,
Y al extenderse en generosas ondas;
Engendra nueva vida en nuestras almas,
Vida de luz y plácida armonía.
Yo también, encendido
Con una chispa de tu excelsa hoguera.
Adoré la belleza, en ti encarnada,
Y aun soñé alguna vez que hasta mi frente
En giros luminosos
La inspiración celeste descendía.
¡Horas de soledad, coloquios dulces
Con la Venus Urania!
Hoy al volver a esta mansión dichosa,
Y al contar con dolor los eslabones
Que de mi infancia por jamás me alejan.
Alzáis aún en mi arrobada mente
Un deleitoso y vivido recuerdo.
II
Aún lo son más, empero, los que surgen
De esa edad infantil, cuya memoria
Guarda todo mortal, y a la que siempre
Toma en sus duelos con amor los ojos,
Como si viera en ella
De frescura y de paz fuente escondida.
¡Y cuántos brotan para mí, radiantes,
Al llevar otra vez mi incierto paso
Por entre estas sombrías arboledas,
Y estas movibles y sonantes cañas!
Aún veo aquí la huella inextinguible
Del tiempo aquel que en inocentes juegos
Y en dulce y blanda placidez corría.
¡Cuánto estrépito alegre, cuánto agudo
Grito infantil, de estos agrestes troncos
En torno resonó, cuando en fingidos
Raudos corceles, la ruidosa turba
En desorden triunfal los invadía!
Quién, echando pie a tierra,
Ágil trepaba por las verdes ramas,
E iba a turbar gozoso
La dulce calma del caliente nido;
Quién en viva carrera aventajando
A los demás, con grande clamoreo
Enaltecía su sin par victoria.
Y era de ver cuál la caterva, armada
De largas cañas y torcidos palos,
Con marcial ademán, obedeciendo
A la estentórea voz del más robusto,
En tumultuoso batallón marchaba.
¡Días hermosos, por jamás huidos!
¿Quién podrá ver sin indecible encanto
Los límpidos raudales
Que por el alma de la infancia ruedan?
¿Qué es lo que sabe de la horrenda lucha
Que la entraña del mundo
Día por día con furor sacude?
Nada. Tan sólo advierte
Que vive y goza, y que tras blando sueño
Por Dios mismo sobre ella derramado,
Naciendo el día, tornará entre risas
A gozar y a vivir. ¡Oh incomparable
Edad! ¡Oh dulce infancia! ¡Y tú nos huyes!:
¡Y tú pasas también, no eres eterna!
Por la noche, reunidos
En torno de un inculto
Trabajador, oíamos pasmados
De sus labios brotar mil maravillas.
Largas leyendas, peregrinos cuentos,
Do en vértigo sin fin se entremezclaban
Palacios encantados, portentosos
Jardines, centellantes lagos de oro,
Lindos mancebos y terribles viejos.
¡Cuántas preguntas cándidas lanzadas
Por el atento corro,
El sabroso relato interrumpían!
¡Qué honda ansiedad nos embargaba, cuando
Feroz gigante de nervudos miembros
Lanzaba por los aires
A la amante infeliz del héroe invicto!
¡Qué férvida alegría al verlos, libres,
Gozar después de sin igual ventura!
Jamás esas creaciones soberanas,
Que del ingenio humano
Son timbre y esplendor, y que más tarde
Extático admiré, tan honda huella
Imprimieron en mí, cual los pasmosos
Y absurdos lances que en la infancia oía.
Mas de cuantos recuerdos
Aquí me asaltan por doquier, ninguno
Mayor dulzura a mis afectos brinda
Que el que es imagen del alegre bando
En que a encontrar volábamos el coche
Que nos traía a nuestro anciano padre.
¡Qué gozo al columbrarle; qué algazara
A su alredor formábamos; qué ansioso
Cada cual pretendía
Ser antes que los otros divisado!
Uno al angosto estribo,
Otro al pescante, intrépido saltaba;
En tanto que un tercero, penetrando
En lo interior, en su tostada frente
El codiciado beso recibía.
¡Padre: hoy que ya exento
De mortal velo, gozas la sublime
Serenidad de las celestes auras.
Yo siento penetrarme
De acerba pena e íntima dulzura,
Recordando la plácida sonrisa
Que todo tu semblante iluminaba,
Al contemplarte víctima dichosa
De nuestro alegre y cariñoso asalto!
III
Ya todo huyó. Mas al volver con ansia
A tu seno, inmortal Naturaleza,
Y al respirar tus revolantes brisas,
Aún tal vez imagino
Que aquellos días deliciosos vuelven.
¿Cómo no fuera así, si hoy te contemplo
Cual de niño te amé?
Desde esta loma,
Risueña y ondulante
Miro extenderse la feraz llanura;
En un declive, en desiguales grupos,
Punzantes ñapindás, rústicos talas;
Al lado opuesto, esbeltos
Álamos solitarios, semejantes
A solemnes columnas
De antiguo monumento destruido,
Al cielo elevan sus soberbias copas;
Por la suave hondonada
Blancas ovejas, bueyes y caballos
En grata variedad vagan paciendo;
Y allá en lejana altura, medio oculta
Entre verde arboleda, se divisa
Nutrido y caprichoso caserío,
Do en lazo extraño alternan la europea
Choza del labrador y el rancho humilde.
Blanca humareda en espiral asciende
Súbito de su seno; es la triunfante
Locomotora que silbando rueda.
Imagen fiel del siglo, hirviente y rauda.
Ante estos amplios llanos.
Que una apacible vaguedad envuelve,
Y sobre cuya faz, allá en la altura,
Ilimitado el firmamento brilla,
Mi espíritu anhelante
Se mece en lo infinito, y confundido
Con la madre inmortal, en giro inmenso
Por la tierra y los cielos se difunde.
IV
¡Madre Naturaleza! ¡Cuánto gozo
Siento al mirar el varïado manto
Con que las horas al pasar te cubren!
Al nacer la mañana
Todo de amor en ti palpita inquieto;
Y el breve y repetido
Gorjear de las aves; los rumores
Que por tu seno tímidos circulan;
Y el blanco velo que en tu frente ondea,
Anunciamos parecen que en tu regio
Tálamo, ansiosa la venida aguardas
Del monarca del día.
Rompe, por fin, magnífico, encendiendo
En rósea lumbre las cercanas nubes,
Y tú el primero y suave
Beso al sentir de sus tendidos rayos.
De pudoroso tinte te coloras.
Más tarde, ya ascendido
Al solio del cénit, toda te abrasa
En tu candente fragua, y por tus venas
Savia de fuego rápida discurre.
Y al declinar en occidente.... ¡oh triste
Hora crepuscular, triste y solemne!
Hora llena de unción, en que se agolpan
En tropel a la mente los recuerdos,
Y aún nos parece que en lucientes nimbos
En el pardo horizonte lentos vagan,
Y con voz misteriosa
Nos hablan de los días que pasaron,
De otra luz, de otros mundos y otros cielos.
Semejas ¡oh Natura!
La imagen de la eterna despedida,
Cual si al hundirse el sol entre arreboles
No ya a ceñirte de esplendor volviera.
¡Oh Noche! ¡Almo sosiego! ¡Cuánto adoro
Tu silencio elocuente!
Sólo se escucha el canto
Tenaz del grillo, entre la hierba oculto;
El mugir de algún toro; el vigilante
Ladrido del mastín; y en altas horas,
Allá lejos, el áspero chirrío
De larga hilera de pesados carros,
Que el viento trae unido al quejumbroso
Melancólico son de los cencerros.
No turban tu sosiego estos rumores
¡Oh Noche!, antes te toman
Más íntimo y solemne. En él yo escucho
Mil secretos acentos
Que en efluvios suavísimos despides;
Y al levantar los ojos
A la bóveda inmensa y estrellada,
No el grito puedo reprimir, ferviente,
Que desde el fondo de mi alma brota;
¡Aquí de Dios, exclamo,
Está en orbes de luz el nombre escrito!
¡Aquí en la muda inmensidad impera!
Todo, Natura, en ti resurge a vida
Vestido de hermosura;
Y al tibio beso de las blandas auras,
La creación, de tu incansable seno
Revienta y rueda en infinitas ondas;
Mas no por ello turbas tu sencilla
Solemnidad, tu majestuosa calma.
¡Y he de dejarte, por correr a hundirme
Allá donde los hombres
Fabrican sus pestíferas ciudades;
Donde a vil precio la amistad se alquila;
Donde los odios que en el alma hierven
Falsa e infame la sonrisa oculta!
¡Do en los hondos abismos
Del corazón, con timidez cobarde,
Los más tiernos afectos
Es fuerza encadenar, para arrancarlos
Al necio escarnio, a la insultante mofa!
¡Sea! Empero, no en balde
Me habré bañado en tu sereno ambiente,
Y en tus puros aromas: así acopio
Para el mortal combate alientos nuevos...
Mas ¡ay! ¡quién en tus brazos
Plácidamente reposar me diera!
Lomas de Zamora, 1883.
Calixto Oyuela