LVIII
En la celda, en lo sólido, también
se acurrucan los rincones.
Arreglo los desnudos que se ajan,
se doblan, se harapan.
Apéome del caballo jadeante, bufando
líneas de bofetadas y de horizontes;
espumoso pie contra tres cascos.
Y le ayudo: Anda, animal!
Se tomaría menos, siempre menos, de lo
que me tocase erogar,
en la celda, en lo líquido.
El compañero de prisión comía el trigo
de las lomas, con mi propia cuchara,
cuando, a la mesa de mis padres, niño,
me quedaba dormido masticando.
Le soplo al otro:
Vuelve, sal por la otra esquina;
apura... aprisa... apronta!
E inadvertido aduzco, planeo,
cabe camastro desvencijado, piadoso:
No creas. Aquel médico era un hombre sano.
Ya no reiré cuando mi madre rece
en infancia y en domingo, a las cuatro
de la madrugada, por los caminantes,
encarcelados,
enfermos
y pobres.
En el redil de niños, ya no le asestaré
puñetazos a ninguno de ellos, quien, después,
todavía sangrando, lloraría: El otro sábado
te daré de mi fiambre, pero
no me pegues!
Ya no le diré que bueno.
En la celda, en el gas ilimitado
hasta redondearse en la condensación,
¿quién tropieza por afuera?
César Vallejo