anterior   aleatorio / random   autor / author   inicio / home   siguiente / next

TARA

I

La noche de tu muerte
Dios acribillaba a gargajos el cristal de mi ventana. La lluvia
          dolía igual que duele el frío en un cuento navideño
          con barrios de cartón. El viento
golpeaba las paredes, se colaba por las rendijas de la casa,
          helaba los armarios, componía con sus silbidos una
          nana que velase
por todas nosotras.
Escondida bajo la cama, me tapaba los oídos, negando la
          presencia del viento ante la puerta de mi cuarto.
Deberás superar doce pruebas para invadir mis dominios.
          No lo pondré tan fácil.

Me creía etimóloga de las condiciones atmosféricas, experta
          en acepciones.
Al lado de los miedos de mis quince años, cantaban las
          pelusas en un sueño de Sófocles:
          abre y verás cómo el frío te espera con su rostro de miedo, para
          decirte todo lo que no quieres saber. Abre y verás; porque
          el frío aguarda con su rostro de miedo para leer la biografía
          de tus manos.

Diluviaba más allá de la puerta cerrada de mi cuarto. El
          agua invadía las sábanas, traspasaba el somier, las pelusas
          desfilaban —pobres, densísimas— hacia la puerta.

Me tumbé, empapada, sobre el colchón.

(Fundido en negro)

Tumbada, temblorosa, sobre el colchón, colgué el teléfono.
          Las pelusas —colmadas, orgullosas— reconquistaron
          cuanto les robé.
La luz empujaba sus partículas contra mis ojos: punzantes
como el granizo, imitando en su choque a los aplausos.
La lámpara aprendía el gesto de las nubes, descargaba contra
          mí toda su rabia. No lo impediré: basta con resistir para
          apagarme.

Las pelusas ascendieron trepando por la mesilla de noche,
          hasta invadir mi cama, y se colaron acampando en la
          garganta.
Mi boca gris, el oráculo con toda la razón, negando unos y
          otros lo que vendría después. Respiraba con dificultad.
          No podía pensar en otra cosa.
Sucia, desde luego, por meterme donde no me llaman.
          Escucho cómo, en la habitación contigua, Caravaggio
          acapara todo el protagonismo.
Apenas media hora. La llamada, la marcha de mis padres,
          tu muerte.
Mi pecho topaba con la tela; en mi frente y mi nuca, el
          sudor se confundía con el agua.


II

(Soy Salomón. Pienso construir un altar secreto para los
          domingos. No busco de vosotros una mano en la
          espalda, sino que la tendáis para ayudarme a escapar
          de la marea.
El río al que caí multiplica su caudal conforme los otros
          lloran. Mi corazón es una esponja, una caja negra que
          recoge
          todo cuanto sucede.
El tanatorio, mientras, ejerce su función. Alquiler igual a
          frío.
Una mujer rubia, pálida, me da la bienvenida. Soy Salomón.
          Te mostraré mi altar secreto
la si me guías hasta donde descansa)

Ofelia al otro lado del cristal, Angélica después de cuatro
          años, respetada por las aguas,
mientras yo pataleo para no ahogarme. Pronuncio agua y
          lloro por aquello de lo que carezco. Como pulsar un
          botón en lo profundo de mi espalda. Lo conocido me
          zarandea.
Dijiste dos días antes: cuando mejore, iré a la peluquería a
          arreglar este desastre.

El cristal mostraba lo contrario: en tu pelo antes gris,
          revuelto, brillarán los bucles durante cuarenta días y
          cuarenta noches.
Nunca vulnerable, nunca muerta: tan hermosa como la
          última vez en que nos vimos.

(Dios, entonces, posó sus manos sobre mis hombros
y me sentí sola).


III

La franela protege mi vida subterránea. El mundo, bajo las
          sábanas, se percibe diferente:
su grosor iba a alejarme de colmillos y radiactividad, iba a
          librarme del ataque de los monstruos.
Tulipanes amarillos sobre fondo azul. Prozac para las horas
          oscuras. Costaba respirar bajo las sábanas. Las pesadillas
          formaban parte
de un estrato ajeno a mi dormitorio, por encima de las
          nubes, allá donde la asfixia ocurre con la misma frecuencia
que debajo de la manta. Justo cuando no podía respirar me
          rescatabas, y yo dormía abrazada a ti, mis cuatro, cinco
          años, y las pesadillas se digerían con el desayuno.
Todo cuanto tengo
te lo debo. Aprendiste a leer con cinco años. Con ochenta
          escribiste, en un cuaderno de hojas cuadriculadas, tu
          vida. Felicidad fue tu última palabra—

Ahora que has muerto, más allá de la puerta cerrada de
          mi cuarto, mientras las hermanas viejas corren a
          refugiarse bajo los soportales,
alguien que no soy yo, pero se me parece, escribe en una
          cabina telefónica con rotulador negro permanente:
Dios, ven aquí,
atrévete a volver a hacerlo,
ahora
soy más grande que tú.


IV

La lluvia forma en su caída toboganes de barro, alumbra
                    arcenes y calzadas para el tránsito nocturno,
expulsa de su reino a los habitantes más hermosos, provoca
                    envidias, desmanes, firmas de tratados.
Transforma, también, sus caprichos en notas dispuestas
sobre un tablón de corcho: debo recoger la terraza, ordenar
                    mis papeles, resguardarme para cuando llegue la
tormenta.

La lluvia consigue todo esto
Igual
que el viento decreta qué árboles no sirven, qué hogares
                    deberán pasar la noche en vela, y deshoja tendederos
                    y periódicos,
e interrumpe el sueño de quienes se piensan a salvo,
                    golpeando contra los cristales de nuestras ventanas.
Y la muerte
no respeta tu puerta cerrada, derritiéndose aprovecha los
                    resquicios translúcidos, y se arrastra y se cuela
estancada
                    en el lugar en el que duermes,
ensuciándote los pies al despertarte, impregnándote los
                    huesos y la carne con su olor,
hasta que respiras muy hondo
y decides gritarle sin sábanas, incorporada en el centro de
                    tu dormitorio, acabando con todo,
aquello que en el fondo busca con su presencia:
ya no temo a la muerte, porque me reunirá con Ella.

autógrafo

Elena Medel


«Tara» (2006)

subir / top   poema aleatorio   siguiente / next   anterior / previous   aumentar tamaño letra / font size increase   reducir tamaño letra / font size decrease