DE LAS COSAS DEL CAMPO
Iba yo por el campo. Era una tarde
del mes de agosto y sobre mí pesaba
el rigor de la siesta. Estaba el cielo
completamente azul. Sólo alentaban
los tenaces insectos, y decía
su canción la cigarra en el silencio
que el implacable sol había dejado
caer sobre las cosas.
Una encina
me ofrecía al fin su sombra, y, aturdido
de tanta luz, echado allí, en la tierra,
junto al tronco del árbol, contemplaba
las lomas, los rastrojos, los barbechos
y los lejanos montes calcinados
por el fuego voraz de la canícula.
Me pesaban los párpados y pronto
cerró el sueño mis ojos.
Dormí un rato,
y cuando desperté ya todo era
distinto: se agrupaban en el cielo
nubes muy negras y se alzó de súbito
un viento que gemía al enredarse
en la copa de un árbol o en los brazos
de la humilde y ascética retama.
Brilló el primer relámpago; crujieron
al poco las alturas, y la lluvia
comenzó y fue arreciando. Descendía
como una bendición. En los prodigios
de la luz espectral se iluminaban
fugazmente las cosas. Daba gozo
ver el agua caer sobre los campos,
escuchar su alboroto, oler la tierra.
Y fui consciente allí, bajo el amparo
de la encina, de aquel momento lleno
de plenitud. No sé por qué las lágrimas
brotaron de mis ojos.
Muchos años
hace de esto que digo. Yo era entonces
casi un niño, un muchacho que sabía
ser libre y ser feliz, estar de acuerdo
con la verdad sencilla y misteriosa
de la naturaleza.
El firmamento
fue después aclarándose, y de golpe
escampó.
Cuánta calma.
Era la hora
íntima del crepúsculo. Se hundía
tras los montes el sol como un monarca
que ha perdido su cetro y su corona
y está viejo y cansado. Se oyó un perro
que ladraba a lo lejos y sonaban
aún más distantes y desvanecidos
los discordes cencerros de un rebaño.
La oscuridad fraguaba. Olía el aire
a tomillo y romero. Persiguiéndose,
volaban por el cielo atardecido
dos palomas torcaces.
Eloy Sánchez Rosillo