CONFIDENCIAS

Está sentado junto
al balcón de la estancia
en la que tantas veces
lo he visto yo estar solo.
Acaba mayo. Llueve.
Hay luz apenas. Cruza
el fulgor repentino
de un relámpago el cielo
fosco de la mañana.
Deja en la mesa el libro
que leía. Lo aburre
la lectura. Y tampoco
lo acompaña la música
de un disco que da vueltas
inútiles y, al cabo,
se detiene.
                      Bosteza.
De vez en cuando mira
sin atención la lluvia
que arrebatadamente
cae sobre los tejados
rojizos de esas casas
de ahí.
              Cierra los ojos.
No quiere, no quisiera
pensar en nada. Pero
—yo lo conozco un poco,
y he visto muchas veces
esa actitud, ese gesto—
piensa en su vida, piensa
vagamente en sus cosas
de siempre.
                      No ha cambiado
con la edad casi nada,
aunque él diga a menudo
lo contrario y afirme
que ya no es el de antes,
para su mal. Ocurren,
transcurren muy deprisa
—muy deprisa, ay— los años,
y él no termina nunca
de madurar, de hacerse
adulto. Da ternura
y, con frecuencia, risa
la ingenuidad que tiene
de niño grande.
                              Cree
que no es feliz, y añora
su juventud perdida,
los tesoros que el tiempo
le ha ido robando. Es,
como se ve, propenso
a la elegía. Ama
en pretérito.
                        Ignora
que es todo lo dichoso
que puede ser un hombre
que ya anduvo con creces
la mitad de su vida.
No sabe que lo aguardan
—si es que, con suerte, vive
para contarlo— tiempos
peores, más oscuros
que estos de ahora: años
llenos de invierno.
                                 Sigue
lloviendo. Llueve mucho.
Abre los ojos. Mira
las nubes con desgana.
Está aburrido, y no
sabe qué hacer. Decide
levantarse. Camina
un rato por la casa.
Nuevamente se sienta.
Fuma. Tose.
                        Más tarde,
toma papel y pluma
y escribe este poema
para matar el tiempo.