LA CERTEZA
Qué ciego estuve, habiendo como hay
tanta luz, tantos signos
que en todo instante la verdad nos dicen.
Hay que abrir bien los ojos para ver,
aguzar el oído
para oír lo que importa.
Cada vez se apodera
de mí con más pujanza y más dulzura
la certidumbre de que solo hay vida.
¿Quién que respire y que haya acumulado
en su pecho alegrías y dolores,
noches y días del vivir, no intuye
—sin que por ello en ocasiones arda
esa lumbre con llama vacilante—
que no hay muerte que pueda
desdecir y anular esto que somos?
Canta en mi corazón una esperanza
que llena mi presente y me sostiene:
no, la muerte no mata; es también vida,
un misterioso trámite de sombras
que transforma lo vivo,
lo limpia y lo redime.
Cuanto existe, existió y será después.
En el misterio hermoso
de alentar en un mundo que se hizo
con la misma materia de los sueños,
¿cómo iba la muerte a poner fin
a esta fragilidad indestructible
que en nosotros habita?
La muerte borra el gesto
habitual de un hombre,
sus maneras, sus ropas, y lo vuelve
criatura distinta, pero no
aniquila el espíritu,
que se templó en el fuego.
Toco con estas manos lo que afirmo,
con nitidez contemplo su fulgor,
aunque diga con tanta inconsistencia
—y determinación tan desvalida
que al cabo es titubeo—
una certeza que muy mal se aviene
a razonables argumentaciones.
Alégrate, alma mía;
vive tus días con amor
y ningún miedo tengas
de perder para siempre lo que eres,
lo que has amado y que como una dádiva
se te otorgó o llegaste a merecer
con lucha e ilusión. Ten confianza,
porque todo otra vez y muchas veces
ha de pertenecerte en esta vida
que comienza y que cambia, que retorna
y que no acaba nunca.
Eloy Sánchez Rosillo