LLAVE DEL SUEÑO
Lugares clausurados por el tiempo,
sin remedio perdidos,
que el sueño, con su llave misteriosa,
logra de pronto abrir
tan inquietantemente en ocasiones.
¿Era o no era el caserón inmenso
frente al que me encontraba,
en mitad de los campos y la noche,
el que guardó el secreto entre sus muros
de todos los veranos
de mi niñez y de mi adolescencia?
En una oscuridad casi absoluta,
cuya gran cerrazón hacía preciso,
más que ver con los ojos,
intuir con las manos y el recuerdo,
me adentré en aquel ámbito y anduve
a tientas sus estancias.
Por los techos hundidos de algún cuarto
se divisaba un cielo
palpitante de estrellas.
Revuelto y polvoriento estaba ahora
cuanto fuera armoniosa limpidez;
extraño, laberíntico. Y no obstante,
de manera indudable parecía
ésta la misma casa
de los veranos que en mi ser alzaron
el mito inextinguible de la luz.
Dando vueltas y vueltas,
perdido en la tiniebla, me esforzaba
en orientarme y en reconocer
lo que al azar hallaba. Y me detuve
al verme de repente
ante la puerta de la habitación
que yo ocupaba en tiempos.
Entré en ella despacio y vislumbré
la cama peculiar, el hondo armario,
la mesa con su silla, la ventana
—desvencijada ahora y sin cristales—
por la que tantas veces
contemplé yo la luna.
Con alegría y emoción palpaba
las paredes, tocaba cada cosa.
Pero en lo oscuro, entonces,
pude escuchar los aletazos súbitos
de algún ave nocturna que allí había
encontrado refugio y que, asustada,
intentaba escapar.
En sus vertiginosos
giros rozó mi frente con sus plumas.
Y aturdido, agitado, lleno el pecho
de confusión muy grande y ansiedad,
me desperté de golpe. Amanecía.
Eloy Sánchez Rosillo