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PRELUDIO

    Yo te bañé con mi llanto,
yo te abrí la obscura caja,
Y, dominando mi espanto,
yo te vestí la mortaja:
blanca toca y negro manto.
    Tu cuerpo cubrí de flores,
e ceñí por corona
(¡postrer don de mis amores!)
de tu Patrona
la Virgen de los Dolores.
    Después, en mi fiebre amante,
junto a ti me arrodillé
y, convulso y delirante,
sobre tu yerto semblante
la cabeza recliné;
    y, abismado en el dolor,
seis horas pasé mortales
hablándote de mi amor,
al trémulo resplandor,
de los cirios funerales.
    El sentido al fin perdí;
y, sin que yo lo advirtiera,
alguien me arrancó de allí:
¡muriera yo junto a ti,
primero que en mí volviera!

    ¿Qué sentí? —Lo que, abatida
por la zarpa del león,
sentirá la cierva herida;
lo que la garza, oprimida
por la garra del halcón:
    Algo que no es vil excusa
ni santa conformidad;
que ni asiente ni rehúsa;
¡horrible mezcla confusa
de estupor y de ansiedad!
    Por salir de aquel estado
pugnaba con vano empeño
pensando que era soñado:
—un año entero ha pasado,
y aún me parece que es sueño!

    Desde aquel amargo día
vivo en triste soledad;
y, en esta lenta agonía,
la mitad del alma mía
llora por la otra mitad.
    Fija la vista en el suelo,
largo tiempo te llamé
con amargo desconsuelo:
hoy sé que estás en el cielo;
¡y en el cielo te hallaré!
    Dios, que mira mi aflicción,
cuando en la noche callada
a Él levanto mi oración,
con su palabra sagrada
se lo dice al corazón.
    Y estas tiernas emociones
y dulces melancolías,
origen de mis canciones,
¿qué son sino inspiraciones
que tú del cielo me envías?
    Obra tuya debe ser
este cambio singular
que no acierto a comprender:
yo nunca supe cantar,
y ahora canto sin saber.
    Canciones de triste acento,
siempre regadas de llanto;
porque, en hondo abatimiento,
los sollozos son mi canto,
la muerte mi pensamiento;
    que, como es dura mi suerte
y abrigo la convicción
de que en la gloria he de verte,
sólo pensando en la muerte
se me ensancha el corazón.

    Aquel ruiseñor sin nido
que vaga por la pradera
conturbado y dolorido
con el recuerdo querido
de su pobre compañera,
    cuando al fin el canto agota,
sobre una rama sin flor
que el cierzo iracundo azota
repite una sola nota,
eco de un solo dolor.
    Así yo que, sin ventura,
con el alma destrozada
y envuelto en tiniebla oscura,
llevo hasta el fondo apurada
la copa de la amargura,
    en la horrible turbación
que me oprime el corazón
y la mente me enajena,
ni tengo más que una pena,
ni sé más que una canción.
    Querella de mi agonía,
conforme sale de mí
a ti mi dolor la envía:
—oyéla tú, vida mía,
porque es toda para ti.

autógrafo

Federico Balart Elgueta


«Dolores» (1893)

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