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EL MERCADER

                        I

Extendía la herida roja de las manzanas,
la blanca herida de palomas.
Su mundo eran monedas invisibles.
La eternidad era su mundo
y ofrecía la tarde
en bandejas mojadas por la sangre del viento.

                        II

Cada tarde llegaba el mercader. Unas monedas
bastaban para ver feliz el rostro
de aquel que asesinaba las palomas,
de aquel que mordió oscuro la manzana.

                        III

Nunca vimos su rostro y acaso lo besamos.
Andaba entre los jóvenes; velaba, verde y frío,
el sueño de doncellas, la vigilia de ancianos.
Estaba y no dormía. Su mano era de invierno.

                        IV

Vivir el otoño recordando ese mar
y temiendo el invierno inacabable
hacía su visita
más grata y más amiga. Sin embargo,
nos traicionaba siempre, nos ofrecía objetos sin valor
a precios altos. Y en su comercio
pensábamos la vida avanzar más gloriosa.
Nunca nos avisó de los peligros.

                        V/p>

Cada tarde llegaba el mercader
con nuevas baratijas. Ilusionados
a su encuentro corríamos y alegres.
Nunca decepcionaba: raras lentes,
jarrones de cristal y blanco humo,
cuerpos, teselas, sombras...
Nunca nos mintió en vano:
era su juego eterno y era triste.
Al paso de los años nos amó con más fuerza.

Cada tarde llegaba el mercader, el tiempo,
extendía las manzanas...

autógrafo
Felipe Benítez Reyes


«Paraíso manuscrito» (1982)

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