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LA LUNA

En el silencio de la tarde suena la voz de una campana cristalina.
Y su latido emocionado vibra en el pulso tembloroso, de la brisa.
Entre dorados resplandores, se apaga el fuego melancólico del día.
Y va creciendo el de la luna, que mira el campo desde el cielo de ceniza.
Como la luna es muy pequeña, su brillo es débil como el aire que palpita.
Y sólo enciende algunas formas que se confunden con las sombras indecisas.
Pero las sombras se agigantan, y hasta esos lánguidos fulgores se disipan.
Y ya no queda en el espacio sino el candor de su mirada lejanísima.
El cielo inmenso se despierta sobre la calma de la noche pensativa.
Y, desde el mundo abandonado, los grillos cuentan las estrellas infinitas.

El manso brillo de la luna sigue creciendo en la quietud del firmamento.
Y anima el campo taciturno con el fulgor de su lejano sentimiento.
Su luz de manos infantiles une la tierra silenciosa con el cielo.
Y resucita en este mundo formas perdidas y apagadas en el tiempo.
En los caminos solitarios piensa rebaños y rebaños de corderos.
Y sueña miles de palomas y de cigüeñas impasibles en los techos.
Entre sus olas cristalinas, habla en secreto de gaviotas y veleros.
Y desde todas las ventanas les dice adiós con el temblor de sus pañuelos.
Su palidez maravillosa se comunica poco a poco al mundo entero.
Y el mundo entero es un gran lirio cuyo perfume misterioso es el silencio.

Purificada por el tiempo, la milagrosa claridad sigue aumentando.
Y en lo más vivo y más intenso de su callada perfección halla descanso.
Este sosiego luminoso se va extendiendo sin rumor por el espacio.
Y en cada cosa resplandece con la pureza de un espejo ensimismado.
La luz feliz fija las formas y las figuras en un éxtasis lejano.
Y las convierte en monumentos de lo que fueron en el mundo que poblaron.
La luna llena que hoy alumbra, bien puede ser que haya nacido hace mil años.
Y que las cosas que hoy la miran, desde aquel tiempo la estuvieran contemplando.
Todo ha quedado quieto y mudo como la luz que en el silencio está brillando.
En esta paz inverosímil, el universo es un océano de mármol.

Pero la luna se marchita, y el mundo extático se anima y se despierta.
Las cosas vuelven dulcemente de la emoción en que se hallaban prisioneras.
La luz pregunta por el viento, que está dormido en la quietud de la arboleda.
Y el viento escucha y se levanta para saber quién es el ser que lo recuerda.
Juntos de nuevo entre las hojas, encienden nardos temblorosos en la hierba.
Y en los lugares más obscuros ponen destellos palpitantes de inocencia.
¿Quién ha pensado esta blancura que se derrama con amor sobre la tierra?
¿Qué dulces almas la olvidaron como una flor en esta luz que da tristeza?
¿Desde qué sueños virginales viene sin voz por entre pálidas estrellas?
¿Hacia qué sueños infantiles va por la noche con su carga de azucenas?

La luna pierde poco a poco la refulgencia y el fervor de su mirada.
Y se deshoja lentamente, con la tristeza de una flor abandonada.
Su luz marchita es como el eco de una palabra muy hermosa y muy lejana.
Y como un nombre de otro tiempo, que el cielo dice con cariño en voz muy baja.
Pero las almas que recuerda son cada vez más imprecisas y apagadas.
Y las ciudades que imagina se desvanecen como el humo en la distancia.
Entre las ruinas de sus sueños brillan temblando algunas cosas olvidadas.
Y blancos restos de columnas yacen perdidos en la tierra devastada.
La obscuridad inunda el cielo y anega el mundo silencioso con sus aguas.
Sobre sus olas infinitas, sólo este pétalo de luz espera el alba.

autógrafo

Francisco Luis Bernárdez


«El ruiseñor» (1945)

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