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DISCURSO MORAL
SOBRE LOS LÍMITES DE LA RAZÓN HUMANA

¡Cuán grande, Aurelio, se presenta el hombre
No de indignas pasiones vil esclavo,
Como el cautivo en la africana costa
AI suelo con cien grillos amarrado,
Sino libre y audaz, con noble orgullo
Las alas de su mente desplegando,
De recorrer ansioso en raudo vuelo
La tierra, el cielo, el tiempo y el espacio!...
Al par abarca la creación inmensa:
Sigue veloz el curso de los astros;
Puebla el mar, surca el aire, el globo mide;
Nueva senda al oriente busca osado:
Y apenas la descubre, otra ambiciona,
Y encuentra un mundo en el opuesto ocaso.

Aun aquellos estudios, caro amigo,
Que el ignorante vulgo juzga vanos,
Quizá en su seno la semilla encierran
De los frutos más ricos y preciados;
Cual nacer suele corpulenta encina
De ruin bellota que arrojó el acaso.
El que observó la fuerza y el impulso
De impalpable vapor encarcelado,
Las alas de los vientos dio a la industria,
Movió sin ellos las pesadas naos;
Y otro débil mortal, en pobre albergue
De la ciega Fortuna desdeñado,
Al sacar de un cristal leve destello,
Desarmó al cielo y le arrancó su rayo.

¡En nuestra propia edad, con nuestros ojos
Tales portentos vemos: asombrados
El campo contemplamos recorrido
Desde la infancia del linaje humano;
Y otro mayor, sin límites, inmenso,
Mas allá de los siglos columbrarnos!

¿Te envaneces, Aurelio?... Un breve instante
Repliégate en ti mismo; y si te es dado
Un misterio sondar, uno tan solo
De tantos y tan íntimos arcanos
Como en el hombre mísero se encierran,
De tu débil razón muéstrate ufano.
¿Quién piensa en tu interior? ¿Qué fuerza mueve
Tu voluntad, tu cuerpo, un solo brazo?
¿Dónde se alberga tu memoria? ¿En dónde
Su imagen graban los objetos varios
Que te circundan? La vejez, los males,
¿Cómo van el reflejo amortiguando
De ese ser inmortal, hijo del cielo;
Que no cabe del mundo en los espacios?
¿Dó estaba al nacer tú? ¿Cómo a tus miembros
Unirse pudo en tan estrecho lazo?
¿Quién lo desata luego? ¿A dónde vuela,
Del sepulcro los límites salvando?...

Yo también, como tú, mancebo un día
De altivo pecho y corazón hidalgo,
Mi incomprensible ser penetrar quise,
De mi ciega ignorancia sonrojado:
Demandé a la razón su opaca antorcha,
La empuñé audaz, precipité mis pasos;
Mas al bajar a tan profundo abismo,
Faltole el aire y se apagó en mi mano.

No empero desistí del loco empeño:
De mi flaca razón desconfiado,
Nueva senda tenté; recorrí ansioso
Las ruinas de cien pueblos celebrados;
Removí los escombros de los siglos,
El tesoro buscando de los sabios;
Y en pórticos, en templos, en liceos,
Solo encontré ceniza y polvo vano.

Una noche... (recuérdolo ya apenas,
Y aún me infunde tristeza el recordarlo)
Libre dejé vagar mi fantasía
Por lejanas regiones: de los magos
La oscura ciencia, como el mundo antigua...
El saber del Egipto, al vulgo insano
Vedado siempre, y con tesón y audacia
Desde el Nilo a Grecia trasplantado...
Roma pidiendo humilde a los vencidos
Leyes, aras, doctrinas... de Bizancio
Hirviendo el seno en frívolas disputas,
Mientras sus puertas rompe el Otomano...
Error, delirio, vanidad, miseria,
El imperio del mundo disputando;
Y siempre el hombre, deslumhrado, ciego,
Corriendo tras un triste desengaño...
Al grave peso, a la mortal angustia,
Mi mente se rindió; torpe letargo
Se apoderó de mis cansados miembros;
Y aún zumbaba en mi oido un rumor vago,
Como al huir la horrísona tormenta
Retumba el trueno en el confín lejano.
«¡Oíd la verdad, mortales!... ¡Calla, aleve!
¡Yo la encontré !... ¡Yo solo!... ¡Error!... ¡Engaño!...
¡Seguidme!... ¡Vedla aquí!... ¡Muera el impío!...
¡Lejos, lejos del templo los profanos!...»
Y entre el ronco clamor gritos de muerte,
Y en la oscura tiniebla serpeando
Relámpago fugaz , que no alumbraba ,
Y abrasaba los pueblos y los campos.

A las discordes voces y alaridos,
Al confuso tropel, a los estragos
Que con mis propios ojos ver creía,
Me faltó el respirar; secos mis labios,
En vano clamar quise: «deteneos;
Infelices, ¿qué hacéis? ¿No sois hermanos?»
Ellos en su delirio proseguían;
Y al abismo bajaban despeñados
Los unos tras los otros , cual las olas
Se estrellan contra el límite vedado.

Mas al fin, en las márgenes del Sena
De clara aurora el resplandor brillando,
Una sonora voz anunció al mundo
De la razón el siglo fortunado:
Grata esperanza rebosó en los pechos;
Olvidó el hombre su penar amargo;
Y esperó ansioso libertad, ventura,
Cual blanda lluvia los sedientos campos.
¡Vana ilusión! Usurpan las pasiones
De la razón el cetro soberano;
Y apiñando cadáveres y escombros,
En vez de altar le erigen un cadalso.
De víctimas culpadas o inocentes
Allí corre la sangre en holocausto;
Y los mismos verdugos se proclaman
De la razón pontífices sagrados:
«No hay Dios —gritan impíos—; en la tumba
La nada envuelve al justo y al malvado...»
Y al descargar la bárbara cuchilla,
Feroz sonrisa horrorizó en sus labios.

Déjame al menos, deja que respire...
¡Ay!, ¡Tú no has sido, Aurelio, desdichado;
No sabes, no, qué bálsamo es al alma
El consuelo de un Dios, que seque el llanto
De tus ojos, que escuche tus suspiros,
Cuando te ves del mundo abandonado!
¿Gimes solo? Él te ve; su acento es ese
Que responde a tu acento; él con su mano
Tus hierros aligera, él te sostiene
En el mismo suplicio... Y si al amago
De la muerte vacila tu constancia,
Y atrás vuelves el rostro con espanto,
Él ofrece piadoso a tu inocencia
Eterna paz, inmarcesible lauro,
Una patria mejor... donde no alcanza
El brazo ni la voz de los malvados.

autógrafo

Francisco Martínez de la Rosa


Francisco Martínez de la Rosa

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