ANOTACIONES A LA POÉTICA
CANTO IV
7. ELEGÍA
La Elegía no solo admite por argumento sucesos desgraciados, sino a veces los sentimientos tiernos del amor; mas es necesario que nunca pierda el tono suave y sentido que le es propio: la voz de la Elegía debe siempre encaminarse al corazón. Entre los poetas de la antigüedad el que dejó modelos más perfectos en este género es el citado Tíbulo: tierno en sus sentimientos, delicado en sus imágenes, fluido en su versificación, correcto y fácil sin afectación ni desaliño, inclinado a la melancolía, que tan bien se asocia hasta con el mismo deleite, merece el elogio con que le calificó Boileau en su Poética:
El mismo Amor dictaba
Los versos que Tíbulo suspiraba
Expresion bellísima, aplicada al canto de un poeta tierno y apasionado, y aplaudida justamente; pero que más de un siglo antes que Boileau la había ya
empleado nuestro Herrera en el citado Idilio:
Si atiendes a su alegre desvarío,
Te agradará en mis brazos blandamente
Su canto que suspira el dolor mío.
En las elegías de Tíbulo, especialmente en la primera, puede estudiarse el modo de hermanar agradablemente la sencillez de las delicias del campo con los sentimientos del corazón, y el ardor del deseo con una suave melancolía: tan presto se ve al poeta recordar con placer su huerto, y pintar el gusto de dormir sosegadamente al murmullo de la blanda lluvia o al ruido de los vientos: tan presto imaginarse a su querida al lado de su lecho de muerte, mezclando sus besos con lágrimas y sollozos. En el texto se aludió a dos versos bellísimos que bastan para dar una idea de la poesía de Tíbulo:
Te adspiciam postrema mihi cum venerit hora;
Te teneam moriens deficiente manu...
No recuerdo entre nuestras antiguas poesías ninguna que pueda presentarse como modelo cumplido de este género de composición; pero no faltan algunas en que se admira el tono delicado y suave que requiere: siendo, en mi concepto, Rioja y Francisco de la Torre los dos poetas castellanos en que más sobresalen las dotes convenientes para este fin. El primero tomaba fácilmente el acento melancólico que es el alma de la Elegía: el objeto más pequeño, una rosa, bastaba
para conmover su corazón:
¿Y esto, purpúrea flor, esto no pudo
Hacer menos violento el rayo agudo?
Róbate en una hora
Róbate silencioso su ardimiento
El color y el aliento;
Tiendes aun no las alas abrasadas,
Y ya vuelan al suelo desmayadas:
¡Tan cerca, tan unida
Está al morir tu vida!...
Las flores, las estaciones del año, todos los objetos de la naturaleza le inspiraban al contemplar su hermosura aquellos sentimientos tiernos que despiertan en un alma sensible: se deleita, se encanta celebrando a la primavera como favorable al amor:
¿A cuál vaga lazada de oro crespo,
A cuál púrpura y nieve,
Por do las Gracias y el Amor se mueve,
No aumentó hermosura peregrina
Alguna flor divina?...
Pero la idea del amor y de los placeres hace que su ánimo se repliegue dentro de sí mismo; y el recuerdo de la velocidad del tiempo y de la muerte acaba por echar un velo sombrío sobre el cuadro más risueño:
¡Oh florido verano!
Si a mi afecto se debe,
Camina a lento paso;
Deja el volar, deja el volar ligero
Para tiempo más triste y más severo;
Tú cándido y suave y blando expira,
Y tarde te retira.
Pero sordo y difícil a mi ruego,
Veloz pasas volando,
Al humano linaje amonestando,
Viendo las rosas que tu aliento cría
Cómo nacen y mueren en un día,
Que las humanas cosas,
Cuanto con más belleza resplandecen,
Mas presto desvanecen.
¡Y, tú, la edad no miras de las rosas!
Más inclinado por su corazón al tono de la Elegía, aunque inferior a Rioja en corrección y en gusto, aparece Francisco de la Torre, o cualquiera que sea el autor de las poesías publicadas por Quevedo bajo aquel nombre: si habla con una tórtola, describe así su amarga situación:
Quien te ve por los montes solitarios
Mustia y enmudecida, y elevada
De los casados árboles huyendo
Sola y desamparada
A los fieros contrarios
Que te tienen en vida padeciendo;
Señal de agüero horrendo
Mostrarían tus ojos, añublados
Con las cerradas nieblas
Que levantó la muerte y las tinieblas
De tus bienes supremos y pasados:
Llora, cuitada, llora
Al venir de la noche y de la aurora.
Una persona melancólica compara al instante su situación con otra parecida, y busca naturalmente la compañía y consuelo de otros desgraciados: así lo hace el poeta:
¿Dónde vas, avecilla desdichada?
¿Dónde puedes estar más afligida?
¡Hágote compañía con mi llanto!
¿Busco yo nueva vida
Que la desventurada
Que me persigue y que te aflige tanto?
Mira que mi quebranto,
Por ser como tu pena rigurosa,
Busca tu compañía:
No menosprecies la doliente mía
Por menos fatigada y dolorosa;
Que si te persuadieras,
Con la dureza de mi mal vivieras.
El dolor del poeta se gradúa al contemplar la viudez de la tórtola; y cuando la ve volar sin atender a sus súplicas, le dice con un tono en que ya se descubre una melancolía más profunda:
¿Vuelas al fin, y al fin te vas llorando?
El cielo te defienda, y acreciente
Tu soledad y tu dolor eterno:
Avecilla doliente
Andes la selva errando
Con el sonido de tu arrullo tierno;
Y cuando el sempiterno
Cielo cerrare tus cansados ojos,
Llórete Filomena,
Ya regalada un tiempo con tu pena,
Sus hijos hechos míseros despojos
Del azor atrevido
Que adulteró su regalado nido.
Una cierva herida inspira al poeta sentimientos no menos tiernos y delicados: Tíbulo deseaba morir viendo a su amada y estrechándola con su mano desfallecida; Francisco de la Torre dice a la cierva:
Vuelve, cuitada, vuelve al valle donde
Queda muerto tu amor, en vano dando
Términos desdichados a tu suerte:
Morirás en su seno, reclinando
La beldad que la cruda mano esconde
Delante de la nube de la muerte
No concibe el poeta como posible que la cierva pueda sobrevivir a su querido, y le dice:
Mas ¡ay! que no dilatas la inclemente
Muerte, que en tu sangriento pecho llevas,
Del crudo amor vencido y maltratado.
Tú con el fatigado aliento pruebas
A rendir el espíritu doliente
En la corriente de este valle amado:
Que el ciervo desangrado
Que contigo la vida
Tuvo por bien perdida,
No fue tan poco de tu amor querido
Que habiendo tan cruelmente padecido
Quieras vivir sin él, cuando pudieras
Librar el pecho herido
De crudas llagas y memorias fieras.
La imagen de la muerte le hace recordar con ternura la pasada felicidad; pero por entre esta pintura agrable se percibe siempre un fondo de melancolía:
Cuando por la espesura de este prado,
Como tórtolas solas y queridas,
Solos y acompañados anduvistes:
Cuando de verde mirto y de floridas
Violetas, tierno acanto y lauro amado
Vuestras frentes bellísimas ceñistes
Cuando las horas tristes,
Ausentes y queridos,
Con mil mustios bramidos
Ensordecistes la ribera umbrosa
Del claro Tajo, rica y venturosa
Con vuestro bien, con vuestro mal sentida;
Cuya muerte penosa
No deja rastro de contenta vida...
Las muestras presentadas son suficientes, a mi entender, para que se forme clara idea del tono que conviene a las composiciones de esta clase.
Francisco Martínez de la Rosa