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DESCRIPCIÓN DEL DESIERTO DE LOS PP. CARMELITAS DESCALZOS DE BILBAO

En el más sano clima de la España,
una fértil colina
hermosea y domina
al mar y a la campaña.
Un río tortuoso
con las aguas marinas caudaloso
la presenta sus naves y la baña.
Coronan su eminencia
un templo entre cipreses y, a su lado,
en un bosque frondoso
un humilde edificio colocado
apenas a la vista descubierto
de veinticuatro estáticos varones,
grandes por su retiro y penitencia,
ésta es la habitación, éste el Desierto.

Ni escarpados peñones
que forman precipicios espantosos,
ni grutas habitadas por leones
entre bosques umbrosos,
ni aullidos de demonios y de diablos,
como entre los Antonios y los Pablos,
ni objeto que conspire
a que la soledad horror inspire.
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hay en este retiro penitente.
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Aquí Naturaleza hermosa y varia
recomienda la vida solitaria,
aquí cada viviente
yace en reposo amable.
Un silencio se observa comparable
a la noche más quieta.
Parece que de intento
ni el río corre, ni la mar se inquieta,
ni los pájaros cantan,
ni las hojas se mueven con el viento,
y que en sueño profundo
duerme tranquilamente todo el mundo.

Así, cuando se acerca algún mundano
a la colina santa
como pise profano
el duro suelo sin desnuda planta,
sólo de sus pisadas el ruido
por el eco en las estancias repetido
le turba, le detiene.
Con silencioso paso se previene
a entrar en lo escondido del Desierto:
todo se le presenta como muerto,
duda si es panteón, pero ya escucha
o freír una trucha
o bien que el remangado cocinero
alborota el cobarde gallinero.

El tímido mundano ya respira,
entra; mas, sin embargo, cuanto mira
le dice claramente:
«muerto estoy para el mundo enteramente».
Dentro de lo profundo e ignorado
de la estrecha clausura
habita cada monje sepultado
en una celda obscura.
Por su estrecha ventana
enemiga del día
ni una sola mañana
entró la claridad que el alba envía.
Mas en este momento deleitoso
en que Naturaleza
presenta a nueva luz mayor belleza
en el lóbrego seno de su alcoba
como en sueño profundo y delicioso
el cenobita extático se arroba
con celestial consuelo
en espíritu ve que desde el cielo
la refulgente Aurora
con sus rayos el mar y el campo dora,
Ve que la sombra huye:
ve que la luz naciente restituye
a la Naturaleza sus colores.
Oye cantar las aves sus amores,
y a la madrugadora golondrina
de los pueblos vecina
que dice: "Labradores,
el día se avecina;
honestos profesores
de las artes y oficios,
id a vuestros usados ejercicios.
Ve que cada viviente se encamina
do su natura o menester le inclina",
y ya en este momento
ve la máquina toda en movimiento.
Alaba entonces al Señor que ordena
del universo mundo la colmena,
cuyas abejas mira en los humanos;
alaba con fervor a sus hermanos
que labran el panal con vigilancia,
y alaba sobre todo la abundancia
con que el enjambre próvido mantiene
tanto zángano gordo como tiene.

Ya la campana por el aire suena:
{{{{y}}}} en el hueco abreviado
de la escondida alcoba ya resuena,
con importuna voz {{{{y}}}} al monje llama,
¿al monje llama? Al monje que arrobado
en el Tabor glorioso de su cama,
yace en sudor bañado.
Deja, deja, corista, al religioso
que en éxtasis divino se recrea:
no saques de la mística pelea
al que esgrime su brazo victorioso.
Mas el joven corista vigilante
toca, vuelve, se afana
y si al fin abandona la campana,
empuña una matraca horrisonante.
En ella emplean los membrudos brazos
su monacal pujanza,
porque suene o se haga mil pedazos,
lleva el horrendo son de puerta en puerta,
y el místico durmiente se despierta.
—Dios perdone al corista la venganza
de que en todo el Desierto
sólo el de la matraca esté despierto,
por menos de otro tanto
suelen llamar envidia al celo santo.

Diciendo estas palabras se espereza,
se incorpora, bosteza,
se refrota los ojos y se abriga
se remueve, se viste... le fatiga
el peso de su mole... sin embargo,
pasa desde su místico letargo,
con voluntaria tos limpiando el pecho,
al coro frío del caliente lecho.

Si a la señal primera
del tambor, del cañón o la bandera
marcha desde los brazos de su esposa,
cercada de sus hijos y llorosa,
a las ondas alegre el marinero
{{{{y}}}} a la batalla intrépido el guerrero,
es porque los profanos
corren tras el honor y el pan hambrientos.
También acuden (con perdón) contentos
al son de una corneta los marranos:
también al son de la quebrada teja
abeja por abeja
se congrega sin número al enjambre.
Así cuando el honor o cuando el hambre
es el móvil del hombre, lo confundo
con todos los vivientes de este mundo,
sujetos a las leyes del destino
que la naturaleza les previno.
Mas no confundo a aquel que en la clausura
su pan y sus honores asegura,
a quien jamás altera
el cañón, el tambor ni la bandera:
y si grita la envidia, que por eso,
{{{{que}}}} el monje es el ratón dentro del queso,
o bien es la polilla de nuestro paño:
aplíquese la burla al ermitaño.
¡Mas oh santa obediencia religiosa!,
aun a la voz de la matraca odiosa
los monjes uno a uno al caso llegan;
y ya que a paso lento se congregan,
en la sagrada estancia
cantan con estudiada disonancia
al Todopoderoso
un son lacrimoníaco y gangoso.

Cuando a solas contemplo
que del gran Escorial, en el gran templo,
los robustos y místicos varones
con sus gordos elásticos pulmones
rompen los aires, el recinto atruenan,
y hacen temblar los vidrios de Palacio
(cien frailes Polifemos que rellenan
del inmenso edificio el grande espacio)
clama mi débil voz con santo celo:
¿A qué tanto gritar?, ¿es sordo el cielo?,
¿no escucha como grata {{{{e}}}} insinuante
aquella voz sumisa y gangueante
del que tiene las gafas por sordina?
Si un vicario de monjas se examina,
hallará como el dulce y penetrante
una voz virginal y femenina
por esta regla harían los mundanos
de los cien Polifemos cien sopranos.

Grite pues de vosotros quien quisiere,
y digan que, en la vida sedentaria
el glotón que más grita más digiere;
pero en esta colina solitaria...

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donde se comen truchas y salmones,
diciendo (no lo creo en mi conciencia)
que es mayor penitencia
que estarse alimentando un año entero
de grasientas tajadas de carnero:
¿a qué dar tanta guerra a los pulmones?

[...........................................................]

Hay una calavera
enfrente del asiento
del Padre presidente.
Dije al refitolero: —Bueno fuera
quitar esta costumbre por dañosa.
—¿Quitarla?, me contesta, ¡linda cosa!...
Que está puesta de intento
verá usted brevemente,
y está muy bien dispuesto
que esté la calavera en este puesto.
Mientras come el caballo su cebada,
el soldado dispara su pistola;
esta costumbre sola
le basta al animal para que luego
ni el estruendo, ni el fuego,
le causen impresión, y por fortuna,
si le causan alguna,
será para que el bruto acostumbrado
haga memoria del pesebre amado.
Aquí de la espantosa calavera
de la misma manera,
cuando delante de ella penitente
se ponga el presidente,
¿le causará impresión?, ¿hará memoria
del infierno, del juicio o de la gloria?,
¿acaso pensará en el purgatorio,
o en la dulce mansión del refectorio?
Verá entrar con la mente fervorosa
por la puerta anchurosa
los gigantescos legos remangados,
cabeza erguida, brazos levantados,
presentando triunfantes
tableros humeantes,
coronados de platos y tazones,
con anguilas, lenguados y salmones;
verá también, así como el primero
en la refriega el capitán guerrero
entra por dar espíritu a su gente;
verá, digo, que el mismo presidente
levanta al cielo sus modestas manos,
pilla el mejor tazón, y sus hermanos
imitan como pueden su talante,
y al son de la lectura gangueante,
que es el ronco clarín de esta batalla,
todo el mundo contempla, come y calla.
Verá cómo levanta el débil viejo
la blanca taza de licor bermejo,
por su trémula mano nunca rota,
ni vertida jamás la menor gota.
Verá... Pero ya basta, señor mío,
de la tal calavera yo me río,
mientras tiemblo, ¡ay de mí!, si considero
los huesos de mi tísico puchero.
}}}}}}}}}}}}}}

Hasta aquí tiene corregido el autor, lo demás está incorrecto y sin concluir: sin embargo se pondrán aquí los versos que tratan del refectorio, por parecer al autor mismo los menos malos de la descripción.

autógrafo
Félix María de Samaniego


Poesías inéditas. Cancionero del siglo XVIII.  
Biblioteca Nacional (Madrid). Mss. 3751 (ff. 1-19)


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Poesías inéditas. Cancionero del siglo XVIII. Biblioteca Nacional (Madrid). Mss. 3751 (ff. 1-19).