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ODA

Claras lumbres del cielo y ojos claros
del espantoso rostro de la noche,
corona clara y clara Casiopea,
Andrómeda y Perseo,

vos, con quien la divina Virgen, hija
del Rector del Olimpo inmenso, pasa
los espaciosos ratos de la vela
nocturna que le cabe,

escuchad vos mis quejas, que mi llanto
no es indicio de no rabiosa pena;
no vayan tan perdidas como siempre
tan bien perdidas lágrimas.

¡Cuántes veces me vistes y me vido
llorando Cintia, en mi cuidado el tibio
celo con que adoraba su belleza
un su pastor dormido!

¡Cuántas veces me halló la clara Aurora
espíritu doliente, que anda errando
por solitarios y desiertos valles,
llorando mi ventura!

¡Cuántas veces mirándome tan triste
la piedad de mi dolor la hizo
verter amargas y piadosas lágrimas
con que adornó las flores!

Vos, estrellas, también me vistes solo,
fiel compañero del silencio vuestro,
andar por la callada noche, lleno
de sospechosos males.

Vi la Circe cruel que me persigue,
de las hojas y flor de mi esperanza,
antes de tiempo y sin razón cortadas,
hacer encantos duros.

Cruda visión, donde la gloria, un tiempo
adorada por firme, cayó, y donde
peligró la esperanza de una vida
de fortuna invidiada.

¡Ay, déjenme los cielos, que la gloria,
que por fortuna y por su mano viene,
no será deseada eternamente
de mi afligido espiritu!

autógrafo

Francisco de la Torre. Siglo XVI


Oda

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