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S. PEDRO LIBERTADO POR UN ÁNGEL.
ODA

                Próximo estaba un día
De gran suceso augusto aniversario,
                Y la gente judía
Su antigua Pascua celebrar debía
                Bajo el sol del calvario.
                En la sagrada cumbre
Aún se ostentaba el indeleble rastro
                De la sangre divina,
Que no secara, respetuoso, el astro,
Con el torrente de su activa lumbre;
Aunque una y otra vez de Palestina
En su anual curso contempló la afrenta,
                Después de aquel instante
En que al aspecto de la cruz sangrienta,
Pavoroso veló su faz brillante.

                Mas ¡ay! aun turbulento
                Y de sangre sediento
Se agita el pueblo con afán impío!
Ved cual se agolpa en torno
De ese edificio tétrico y sombrío,
Del triste criminal mansión postrera,
Ronco exhalando amenazantes voces;
                Como la hambrienta fiera
Que olfatea la víctima que espera,
Y afilando las garras la saluda
                Con rugidos feroces.
De ese clamor de cólera sañudo,
Que en furioso tumulto se convierte.
Es objeto ¡qué horror! un triste anciano,
                A ignominiosa muerte
Ya sentenciado, por el vil tirano
                Que aunque siervo de Roma,
Cual hijo alienta su ambición inquieta,
Y bajo el yugo que su audacia doma
Con más vil yugo a su nación sujeta.

Para acallar las santas profecías,
Que despiertan su bárbaro recelo
Con el sagrado nombre del Mesías,
No basta a Herodes que al atroz suplicio,
Allí aportado de extranjero suelo,
                El nieto de los Reyes,
Absuelto en balde en extranjero juicio,
Fuese arrastrado por infames greyes.
                Aquel gran sacrificio,
Que desarmara a la justicia eterna,
No desarmó al tirano. Ve con pasmo
                Y con pavura interna,
                De la iglesia naciente
Brillar la fe, crecer el entusiasmo,
                Y presume demente
Que a hundir su base indestructible alcanza,
Cuando al iluso populacho lanza
                Aquel decreto infando,
En que abandona a su furor injusto,
Como a cabeza de ominoso bando,
Del Hombre-Dios al sucesor augusto,

Llega en tanto la noche: la postrera
Para el Apóstol mísero: perdida
Toda esperanza yace: vanamente
Lloran los fieles, en ceniza hundida
                La consagrada frente,
Orando con la voz de su gemido
                Al Dios de su consuelo.
Vanamente también del inocente
Condenado a morir, han defendido
La noble causa con ardiente celo...
                ¡Viene el día temido,
Y está mudo el tirano y sordo el cielo!
Mas mientras gime entre pavor y llanto
                La Iglesia desolada,
                Con alma sosegada
Al momento fatal se apresta el Santo.
¡Oh! ¡cómo envuelto en el corrupto ambiente
De su mazmorra lúgubre, respira
Aura de paz, y con afecto tierno
Tributo de loor rinde al Eterno!
Luego elevando los cansados brazos
                Entre los férreos lazos,
Se le oye murmurar blanda plegaria
Con la humildad de un pecho penitente;
                Mientras en solitaria
Lámpara negra, vacilante oscila
La débil luz, que de su vasta frente
Llega a alumbrar la majestad tranquila.

Del amargo penar la prueba ruda
                No perturba del alma
                Aquella noble calma
Que la sublime religión escuda.
                Piedra santa, escogida
                Para eternal cimiento,
No indaga Pedro al terminar su vida
Si cumplió su misión. Ante el arcano
                Del Hacedor del mundo
Solo escucha su fe: base y asiento
Del edificio augusto y sobrehumano,
Que humillará el poder del Orco inmundo,
Sabe que va a morir, mas sin que tema
Inútil ser para el querer divino,
Que en vida o muerte cumplirá el destino
Que le trazó su previsión suprema.
Sábelo el santo; sus humildes preces
No intentan alejar el cáliz fiero,
                Cuyas amargas heces
Agotó manso el celestial cordero.
                Discípulo sumiso
Sigue tan alto ejemplo: resignado,
                No ardiente ni remiso,
                De este mundo abandona
La peligrosa lid, y aun no cansado
                Espera sosegado
Del triunfo ilustre la inmortal corona.

Túrbase, empero, y se estremece, y vierte
Lágrimas ¡ay! que corren de sus ojos
                Hasta sus labios secos,
Cuando medita en la futura suerte
De los insanos que a la iglesia oprimen,
Y entonces vuelven los horribles huecos
                De la mansión del crimen,
                ¡Del Gólgota los ecos!
¡Por sus verdugos ora...! pero vuelan
Sus últimos instantes: la fatiga
                Sus miembros entorpece,
Y allí, tendido en aquel suelo inmundo,
Al cansancio cediendo, se adormece
                Con rostro tan sereno,
Y con solaz tan plácido y profundo.
Cual un infante en el materno seno.
                ¡Ah! tal vez su memoria
A las visiones de su mente enlaza
Recuerdos que le alientan a porfía,
Y ve pasar en óptica ilusoria,
                Del huerto la agonia
                Y del Tabor la gloria.

Mas pronto el denso manto
Recogerá la noche: el horizonte
Ya esclarece su azul, y en el oriente
Leve matiz de nácar y amaranto
A aparecer comienza. Ya del monte
                La cabeza eminente,
                Con reflejos suaves
De tibia luz se mira coronada,
Y a saludarla próxima alborada
                Se aperciben las aves.
¡Solo de Pedro en la mansión sombría
Es eterna la noche: el postrer día
Solo verá al morir!... Su luz escasa
No vierte ya la lámpara extinguida.
                Ningún rumor traspasa
                El negro y alto muro,
                Y a revelar la vida
Que allí se oculta entre vapor impuro,
                Solo a intervalos suena
                Leve murmurio blando,
Entre el sordo crujir de una cadena,
Porque aun dormido el justo está rogando.

Súbito, empero, se alza estremecido,
                Y en torno le circunda
Relámpago de luz, que no es seguido
Del trueno por horrísono estallido,
Y que la estancia pavorosa inunda
De claridad y aroma misterioso,
                Cual si la eterna aurora
Anticípase Dios al que allí mora.
                ¿Mas qué visión divina
Nos anuncia su rostro venerable,
Donde al asombro y turbación domina
                Un placer inefable?...
¡Oh, vedle, vedle!... ¡Un huésped de los cielos
La tierra huella do el Apóstol gime...!
                ¡En sus osados vuelos
No alcanza a concebir la humana mente,
La inspiración de su mirar sublime,
La majestad de su serena frente!

Mas no a los centinelas vigilantes
Es dado ver la angélica hermosura
Del ministro de Dios, ni los destellos
                De sus alas brillantes.
                Es para ellos oscura,
Impenetrable sombra, la luz pura
Que deslumbrando a Pedro lo extasía;
                Solo un pavor extraño
Su sangre hiela, embarga sus sentidos,
Hasta apagar los flébiles sonidos
De la trémula voz en sus gargantas.
En tanto el Ángel con ligeras plantas
Se acerca al santo; los hermosos brazos
Tiende hacia él, y de su mano apenas
Llega a sentir el delicioso roce,
Cuando ruedan deshechas en pedazos
                Las pesadas cadenas,
                Y con divino acento,
—Toma tu ceñidor, le dice al punto:
Calza tus pies y sígueme. —Turbado,
                Mas al mandato atento,
Obedece el Apóstol. —Cual la ardiente,
Ígnea columna que Moisés seguía,
                Cuando a su indócil gente
Al través de desiertos conducía,
                Marcha el Ángel delante
Dejando en pos un rastro luminoso,
Y le sigue con paso vacilante,
                Absorto y silencioso,
                El triste sentenciado,
Por el brazo de Dios ya libertado.

¡Oh Herodes! ¡ven! demanda a tus cerrojos,
                A tus macizas puertas
                Y a tus guardias alertas,
La víctima que esconden! ¡Ay! tus ojos
                Aquellas ven abiertas,
Empero ante los suyos ha pasado
                La víctima sin susto.
En vano la reclamas, y el adusto
Ceño mostrando, y el mirar que empaña
Tu llanto de furor, venganza espresa
Y castigos tu voz. ¡Necio! te engaña
Tu orgullo criminal. ¡Oh! ¡cesa! ¡cesa!
¡Contra el poder que te arrancó tu presa
Es polvo tu poder, humo tu saña!

Marzo de 1847

autógrafo

Gertrudis Gómez de Avellaneda


Esta Oda fue escrita en Madrid, poco después del regreso de la autora a España, y tuvo por objeto la explicación de uno de los hermosos grabados del Álbum religioso dado a luz por la sociedad literaria nominada la Publicidad.


«Poesías de la excelentísima señora Dª Gertrudis Gómez de Avellaneda» (1850)

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