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RAIMUNDO LULIO
CANTO SEGUNDO
INSOMNIO

Mi caballo, sintiendo el acicate
y no la brida, abandonada y suelta,
salió escapado con furioso embate.

La atropellada multitud, envuelta
en el espeso polvo del camino,
me apostrofaba enérgica y resuelta.

Pero yo, como el raudo torbellino
que al través de los bosques se abre paso,
avanzaba frenético y sin tino.

Falto de aliento, de vigor escaso,
iba como la seca y móvil hoja
al impulso del viento y del acaso.

Poco a poco el temor y la congoja
fueron cediendo; recobré el estribo,
con mano firme aseguré la floja

y descuidada rienda, erguime altivo,
y lentamente hacia el paterno techo
retrocedí cansado y pensativo.

Arrojeme sin fuerzas en el lecho,
y contra mí frenético y sañudo,
herí mi frente, desgarré mi pecho.

Como si atara mi garganta un nudo
pugnaba por gritar, y no podía,
porque el dolor que se desborda es mudo.

¡Noche de insomnio, noche de agonía,
que vives ¡ay! en mi memoria impresa
con indelebles rasgos todavía!

¡Aún tiemblo de pavor! Al hacer presa
la calentura en mí, formas extrañas
se destacaron de la sombra espesa.

Híbridos monstuos, fieras alimañas,
trasgos y espectros espantosos, hijos
del fuego abrasador de mis entrañas,

al par deslumbradores y prolijos
revolaban en torno de mi frente,
con sus ojos de luz, siempre en mí fijos.

Y en el círculo tú, resplandeciente
como la estrella matutina, muda
como el pudor, como el amor, ardiente,

mostrándote a mi afán, medio desnuda,
confuso el rostro, palpitante el seno
cual la virtud que desfallece y duda,

con blando halago, de promesas lleno,
como nunca gozaron los mortales,
soltabas ¡ay! a mi pasión el freno.

Yo , rompiendo los diáfanos cendales
que te envolvían, con hambrientos ojos
devoraba tus formas virginales,

y esclavo de mis lúbricos antojos,
vencido por el lánguido embeleso
de tu húmeda pupila y labios rojos,

de mi amante ilusión en el exceso,
extático y dichoso hubiera dado
mi eternidad de gloria por un beso.

¡Por un beso no más! Desesperado,
atrepellando la medrosa hueste
de monstruos que giraban a mi lado,

quise alcanzarte, aparición celeste,
y las manos tendí con desvarío
para rasgar tu inmaculada veste;

pero hallé un esqueleto hórrido y frío
que al deshacerse en mis convulsos brazos
exclamaba llorando: —¡Ay, amor mío!—

Y bajo la opresión de estos abrazos
de muerte, de estos punzadores goces,
mi corazón saltaba hecho pedazos.

Y otra vez, dando incomprensibles voces,
volvían los abortos del mareo
a perseguirme airados y veloces.

Y otra vez ofreciéndote en trofeo
a mi imposible amor, te descubría
más cerca y más radiante mi deseo...

¿Cuánto duró la fiebre? No sabría
decirlo: sé que sonrosada y bella
calmó mi ardor la claridad del día.

¡Ay! a juzgar por la profunda huella
que el dolor dejó en mí, duró las horas
de mi edad juvenil la noche aquella.

Huyeron las visiones tentadoras
a la naciente luz, con manso ruido
batió el sueño sus alas bienhechoras,

y como el gladiador, que ya rendido,
el postrer golpe resignado espera,
cerré los ojos y perdí el sentido.

Ya el sol en la mitad de su carrera,
desparramaba sobre el ancho mundo
su fúlgida y dorada cabellera,

cuando saliendo yo de mi profundo
letargo, alceme triste y macilento
como vuelve a la vida el moribundo.

En medio de mi vago aturdimiento
recordé tus ofensas, tan contrito
como espantado de mi loco intento,

y buscando el perdón de mi delito
estos versos tracé, que de buen grado
hubiera con mis lágrimas escrito:


«¡Oh Blanca! Cierto que la culpa mía
es grande; ni la oculto ni la niego:
pero vencido por mi humilde ruego
Dios al mismo Luzbel perdonaría.

Injusta pena por demás sería
la que impusieres, cuando ve el más ciego
que aviva tu desdén mi amante fuego
y es causa tu rigor de mi porfía.

¡Oh mi vida! ¡Oh mi luz! ¡Oh mi esperanza!:
Ahógame entre tus brazos si a moverte
mi fervorosa súplica no alcanza.

Que yo al morir bendeciré mi suerte,
pues será compasión, y no venganza,
darme en tu seno candido la muerte».



Berenguer de Pedralves, mi criado,
animoso y resuelto, halló camino
de entrar en tu mansión, sin ser notado.

Encomendé mi carta a su buen tino,
y tal maña se dio, que en plazo breve,
con la respuesta inesperada vino.

Quien sienta y sufra como yo, quien pruebe
la esquiva condición de un pecho ingrato,
para el amor de endurecida nieve,

ese quizás comprenda el arrebato
con que tu carta abrí, sin que acertara
a entender su enigmático relato:


«Mísera y desdichada criatura,
lamento vuestro error, y le perdono.
Mas ¿quién me guardará de vuestro encono
si en la casa de Dios no estoy segura?

Nada vale la efímera hermosura
con que, sin pretenderlo, os aprisiono;
Dejad que se marchite en su abandono
y alzad los ojos a mayor altura.

Pero si con mi ruego no os obligo
rompiendo para siempre nuestros lazos
a separaros del amor terreno;

si es para vos piedad y no castigo
hallar la muerte en mis crispados brazos,
venid, que acaso dormirá en mi seno».


Era la cita misteriosa y rara;
mas cuando la pasión nos precipita,
¿quién en vanos escrúpulos repara?


—A un mismo tiempo —murmuré— me incita
y me desprecia. La razón no acierto;
pero ¿qué importa? Acudiré a la cita.—

Y cuando en mi amoroso desconcierto
esto decía, lúgubre y lejana
en los aires vibró, doblando a muerto,
la penetrante voz de una campana.

10 de Febrero de 1875.

autógrafo

Gaspar Núñez de Arce


«Gritos del Combate» (1904)

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