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CROQUIS

Bajo el puente y al pie de la torcida
y angosta callejuela del suburbio,
como un reptil en busca de guarida,
pasa el arroyo turbio...

                                  Mansamente
bajo el arco de recia contextura
que el tiempo afelpa de verdosa lama
sus ondas grises la corriente apura,
y en el borde los ásperos zarzales
prenden sus redes móviles
al canto de los yertos peñascales.

Al rayar de un crepúsculo, el mendigo
que era un loco tal vez, quizá un poeta,
bajo el candil de amarillenta lumbre
que iluminaba su guarida escueta,
lloró mucho...

                      Con honda pesadumbre
corrió al abismo, se lanzó del puente;
cruzó como un relámpago la altura,
y entre las piedras de la sima obscura
se rompió con estrépito la frente.

Era al amanecer. En el vacío
temblaba un astro de cabeza rubia,
y con la vieja ráfaga de hastío
que despierta a los hombres en sus lechos
vagaba un viento desolado y frío;
se crispaban los frágiles helechos
de tallos cimbradores; lluvia densa
azotaba los techos:
¡enmudecía la ciudad inmensa!
y me dije: ¡quién sabe
si aquellas tenues gotas de rocío,
si aquella casta lluvia
son lágrimas que vienen del vacío
desde los ojos de la estrella rubia!

Rubia estrella doliente,
solitario testigo
de la fuga del pálido mendigo,
¿fuiste su ninfa ausente?
¿eres su novia muerta,
a los albores de otra luz despierta?
Rubia estrella, testigo
de la muerte del pálido mendigo,
cuéntame a solas su pasión secreta:
¿fue él acaso tu férvido poeta?
¿en las noches doradas,
bajo el quieto follaje de algún tilo,
tus manos delicadas
le entornaron el párpado tranquilo,
mientras volaba por su faz inquieta
tu fértil cabellera de violeta?
Rubia estrella doliente,
solitario testigo
de la fuga del pálido mendigo...

      .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. ..

Va cayendo la tarde. Soplo vago
de insólita pavura
mana del fondo de la sima obscura;
el cadáver, ya frío,
se ha llevado en sus ímpetus el río.

Entre la zarza un can enflaquecido
lame con gesto de avidez suprema
el sílex negro que manchó el caído
con el raudal de sus arterias rotas;
luego, el áspero hocico relamido
frunce voraz, y con mirada aviesa,
temeroso que surja entre la gente
alguien que anhele compartir su presa,
clava los turbios ojos en el puente...

autógrafo

Guillermo Valencia


«Ritos» (1898)

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