BREVE VIAJE POR UN PEQUEÑO ROSTRO
La buena muchacha creía que la vida era una calle abierta, un semáforo en siga, un salón de baile y una cuerda floja...
La buena muchacha se llamaba Paloma,
tenía ojos verdes y venía de Río.
A los quince años conoció el amor, mirándolo pasmada desde abajo, como si aleteara con ojos nerviosos en el cielo nublado de septiembre y en el silencio verde de los montes.
Pensaba que el amor era la cópula al desgaire, en férreos brazos de suburbio y en sofocantes músculos de atleta.
El amor la ocultó bajo los puentes, la tomó de la mano y la escondió en las alcobas.
Era diferente, y lo sentía infinito.
La buena muchacha vivía sola, y pisaba sola en las tardes el crepúsculo en las calles.
Llevaba pantalones negros, y en lugar de blusa un pañuelo rojo.
Creía que la noche era un caballo loco de negras decisiones.
Habitaba las prendas de sus hombres y los obligaba a ponerse sus vestidos.
Y hacían el amor de otra manera.
Rememoraba, dulce y relajada, el curso reciente del abrazo.
Sentía que el mundo y los cuerpos eran superficies agotables, y sólo la imaginación para vivirlos podía disfrutarlos y saberlos.
Creía que los instantes eran monedas en el aire, y sólo el convivirse construía un pasado meritorio, y sólo la irrupción en otro ser nos afirmaba.
Había encontrado un modo de coexistir con sus deseos, acorde con un pretérito presente y con una cadena impenetrable de sueños por usarse.
La buena muchacha tenía minutos redondos como senos, colores tan blancos como muslos, y furias tan reales como furias.
Sus ojos eran tan sólo resplandor telúrico.
La buena muchacha sabía amar, sobria, borracha, y ya sobre cenizas. Era un corpóreo leño de fuego inextinguible.
Sabía amar.
Ahora se va del mundo
con la imagen quemada entre colillas y el sueño despierto entre las sábanas.
con la mejilla izquierda arañada por un filo de arma
y las manos buscando la luz bajo la puerta.
Y no fue superfluo el titubeo,
fue un tiempo curvado en su sentido,
en la emoción de alguien.
Porque la buena muchacha sabía amar
en lentos paisajes como tumbas, eslabonadamente y sobre higos, en segundos tan largos como un fruto cayendo y en ojos que hielan la poesía.
La buena muchacha sabía amar
en un doble estallido de bestias que sollozan
Homero Aridjis