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FUEGO NUEVO

                        (Ceremonia sagrada de los aztecas)

                                          I

Sol rojo poniente. Largos rayos fijos picotean el valle. Cielo tensamente azul. Entre los picos de los volcanes, la cresta humeante del Popocatépetl. De su cima se desprenden rocas, en silencio y sin peso, como en un cataclismo sin sonido.

El sol se mete entre un peñasco hendido, como en una bolsa negra. Se demora un momento: parece un ojo dentado, con pestañas doradas y afiladas, una boca que se abre y muestra la lengua. Color sangre, desaparece.


                                          II

Al pie de un cerro, cuatro sacerdotes flacos, con los cabellos al aire, se bañan en una fuente de agua sombría. Sobre sus caras brillan gotas negras. Junto a ellos, los vestidos negros se humedecen en un charco. No lejos, también en una fuente, un gran sacerdote se baña solo.

Una luz ocre destella sobre sus pieles aceitosas, mientras peinan los cabellos hirsutos de su cabellera enmarañada.


                                          III

Tenochtitlán. Una isla en un lago. Ciudad cuadrada, dividida en cuatro barrios. En cada barrio una pirámide. En el centro el templo mayor, con su muro almenado de cabezas de serpientes entrelazadas.

Las calles largas y rectas cortadas por canales, por donde circulan canoas. Las casas blancas, sin ventanas, de techo plano y de un solo piso. De vez en cuando un puente de madera, de anchas vigas labradas. Torres blancas entre las casas. Terrazas con jardines. Oscurecer.


                                          IV

En una plaza, un perro flaco se echa junto a un árbol, pero manos misteriosas lo jalan, lo sustraen. Un viejo de rostro y de cabellos blancos, recargado en la pared de una casa, es arrebatado desde las sombras. Tres muertos jóvenes, cubiertos con mantas y atados, con las caras vueltas hacia el norte, están sentados a la puerta, en forma de boca horrible, de una torre. Cerca de ellos, pasan guerreros vestidos de blanco. El viento es lo único que se oye. Las paredes de las casas de adobe están como manchadas por sombras sanguinolentas.


                                          V

Danzando por una calle recta, blancuzca, silenciosa, vienen dos hombres: uno con el rostro pintado de rojo, y el otro, bañado y ungido, vestido de blanco, con los cabellos de la coronilla cortados. A cada cierto número de pasos, el de rojo se detiene y da de beber un brebaje al de blanco, ya muy borracho. Éste último es un cautivo, que va a ser sacrificado. Y como lo sabe, su rostro expresa una alegría aterrorizada. Debatiéndose contra un sopor, del que trata de despertar, pero al cual se abandona impotente. Abrazado al del rostro pintado de rojo con gemidos, gritos y risas se pierde al fondo de la calle oscura.


                                          VI

Mujeres y niños, con las caras cubiertas por pencas de maguey, como máscaras verdes; viejos de movimientos lentos y jóvenes graves arrojan a una laguna mantas, petates, pieles de jaguar y de venado, pipas y vasijas de barro, hachas de cobre, espejos y cuchillos de obsidiana, sandalias, dioses de piedra, metates, orejeras, brazaletes, collares y tambores de madera.

El ruido de las cosas al caer sobre el agua, sumergiéndose, ahogándose, es la voz de la ceremonia, bajo la luz crepuscular y desolada.


                                          VII

Hombres y mujeres matan todas las lumbres con tierra, piedras y agua. Emiten, al hacerlo, un susurro-llanto.

En un altar piramidal, con cráneos esculpidos, un sacerdote, lentamente, deposita un cilindro de piedras, como a una tumba donde se sepultan los siglos, 52 años muertos. Cada piedra corresponde a un año.

Cada piedra al caer provoca un ruido ahogado como de piedra que cae a un pozo.


                                          VIII

Sobre la azotea de una casa una mujer encinta, con máscara de penca de maguey, está dentro de una vasija de barro, sobre dos piedras; con la cabeza inmóvil, enigmática, su presencia casi se pierde entre las hojas grandes de unas plantas. Próximo a ella, hace guardia un guerrero, que tiene en una mano un escudo, y en la otra, una macana de obsidiana.

Sobre la azotea de la casa vecina, tres niños también con máscaras de pencas de maguey esperan de pie, apenas visibles sus figuras. La oscuridad plena se va haciendo. Aullidos, gritos, telas que se desgarran, golpear de piedras, chasquidos, silbidos del viento, voces de animales, murmullos surgen de la noche, de los muros, de los ahuehuetes, del suelo, de los cuerpos de las gentes, atraviesan la escena alternativamente, y en momentos, dialogan con dolor entre sí.

Una luz vaga, insuficiente, sanguinolenta, no basta ya para que se distingan las formas confusas.


                                          IX

Por una cuesta del cerro Uixachtlán, entre piedras de tezontle y escasa vegetación, sube lenta, silenciosamente un sacerdote, tratando de sacar fuego de dos palos secos. Parece seguir tenues huellas rojas marcadas sobre el suelo. Casi invisible en la noche cerrada, el ruido de la fricción de los palos lo descubre en la oscuridad, cuando, en momentos, se pierde entre las rocas y las sombras.

Sobre un pico, arriba, se ve la silueta inmóvil de un sacerdote que observa el cielo.


                                          X

Medianoche. Sobre una piedra aislada, de un metro de alto, de superficie ligeramente comba, con bajorrelieves esculpidos, borrosos, atado de la cintura, de los pies y de las manos está el cautivo vestido de blanco, a quien el hombre con el rostro pintado de rojo traía danzando. Terriblemente ebrio, parece que quisiera despertar del letargo superior a sus fuerzas donde nada su ser, sintiendo la inminencia de un peligro que amenaza su vida, pero con los sentidos embotados, se entrega otra vez al sueño.

Sobre su pecho se ha colocado un madero seco, y atravesando el madero en su centro, un palillo en forma de flecha. En las cuatro esquinas de la piedra está un sacerdote: el de Huitzilopochtli, disfrazado de colibrí, con el rostro pintado de rojo, la pierna izquierda flaca y emplumada y los brazos y los muslos azules; el de Xipe Totec, desnudo el pecho teñido de amarillo; con una raya roja en la cara, de la frente a la mandíbula; sobre la cabeza tiene un sombrero de colores, con borlas que cuelgan sobre su espalda. Trae los cabellos trenzados y orejeras de oro. Una falda verde le llega hasta las rodillas; penden de ella caracoles, que suenan cuando se mueve. En una mano tiene una garra de águila: es un vaso. El sacerdote de Quetzalcóatl, con penacho y barbas de plumas azules. El de Tezcatlipoca, con una piel de jaguar. Custodiando a los cuatro, del lado derecho, siempre de espalda, está un personaje con peluca amarilla, que le toca los hombros. Del lado izquierdo, de perfil, otro personaje sujeta con las manos un estandarte con un corazón florecido.

Arriba, sobre el pico, el sacerdote que observa el cielo mueve un brazo, y la ceremonia comienza:

El sacerdote de Huitzilopochtli fricciona fuertemente con las palmas de las manos el palillo en el madero seco, bajo el suspenso de los otros sacerdotes. De pronto saca fuego.

Un quinto sacerdote, que estaba en la oscuridad, entra con un cuchillo de pedernal, y abre el pecho y las entrañas del cautivo. Le arranca el corazón y lo arroja a la lumbre.

En la herida abierta del cautivo, el sacerdote zurdo de Huitzilopochtli hace girar un bastón.

La herida del muerto es luminosa, y resplandece. Las llamas anidan en su pecho. Su cuerpo, al rojo vivo, es transparente, como si fuera una caja de cristal encendida por dentro.

Del bastón salen chispas y humo. El fuego sube hasta el puño. El crepitar de las llamas es lo único que se oye.

La hoguera se hace más grande. Los habitantes de Tenochtitlán la ven.


                                          XI

Desde las cuatro esquinas de la piedra, los sacerdotes toman fuego, y descienden con los ocotes encendidos hacia Tenochtitlán, hacia el templo de Huitzilopochtli.

Mensajeros llegan a tomar fuego y lo llevan en teas a las cuatro direcciones del valle.

Otros mensajeros llegan corriendo, para llevarlo hacia los pueblos. La hoguera es roja en su base, blanca en medio y azul en la cúspide.

Humea el copal en los braseros.


                                          XII

En una plaza de Tenochtitlán, frente a la escalera oriental del Templo Mayor, de 120 peldaños, las gentes se perforan las orejas con espinas de maguey y esparcen la sangre hacia la dirección del cerro radiante; degüellan codornices y se reparten la lumbre, que un sacerdote vestido de negro baja del santuario del templo.

En la misma plaza, llamas rojas danzan. Sombras con máscaras verdes, blancas y rojas repiten débilmente la danza.

Las llamas se abrazan, se acuestan, se ponen de pie, se separan duplicadas.

Tocan cuerpos dormidos, que combustibles se levantan ardiendo.

Una lumbre tras otra se enciende, hasta que el horizonte es una fiesta de llamas.


                                          XIII

Hombres, mujeres y niños llevan por la calle vestidos nuevos, alhajas nuevas, sandalias nuevas, pieles nuevas; meten a las casas petates y dioses nuevos. Algunos jóvenes llevan faldas de colores, y tienen los dientes pintados de rojo y negro. Los hombres traen taparrabos y tilmas verde oscuro. La luz, nítida, misteriosa, resplandece dorada sobre las caras, las paredes sin ventanas, las torres y los ahuehuetes.


                                          XIV

Al alba, en la cima del cerro Uixachtlán, cuatro ministros flacos, vestidos de negro y con los cabellos al aire, entierran con un murmullo-canto las cenizas del sacrificio.

autógrafo

Homero Aridjis


Nota: Para el espectáculo del Fuego Nuevo me he basado sobre todo en fray Bernardino de Sahagún, Historia de las cosas de la Nueva España.

He tomado datos del estudio de César Sáenz El Fuego Nuevo, y de La vida cotidiana de los aztecas de Jacques Soustelle. He pensado también en los escritos de Antonin Artaud sobre un teatro mítico que trate de acontecimientos y no de hombres.


«Vivir para ver» (1977)
Muertes


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