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EN TIERRAS DEL ZIPA

Mil quinientos treinta y siete,
Mes de abril.
Opaco día,
Y entre la niebla, la urbe
Del noble y temido Zipa.
Asoma el alba. Luz trémula
Con persistente llovizna
Se riega por la llanura
Que verde yerba tapiza.
En las montañas distantes
Se extiende espesa neblina.
Regando charcos, va el río
Manso y de aguas amarillas,
Entre árboles casi escuetos
Que soñolientos se inclinan,
Diseminados o en grupos
Al soplo de helada brisa.
Bohíos se ven regados
En la tristeza infinita
De los campos, donde sólo
Aquí y allá, cual sonrisas
En el húmedo silencio
De aquella mañana fría,
Corolas blancas y rojas
Entre zarzales oscilan.

Mudas las chozas. Apenas,
Como señales de vida,
Sobre los techos de paja
Aves que juegan y trinan.

Entre cercado de horcones
Se alza el palacio del Zipa.
Un ámbito enorme ocupa;
Y Quesada, ante su fila
De jinetes y soldados
Llega, la cota ceñida.
El acero desenvaina;
La bandera de Castilla
Hace desplegar al aire;
Toque de corneta vibra
En la mañana. Y silencio...
Hachas las puertas derriban
Con estrépito. No hay guardias
Que a los intrusos resistan.

El primer patio, desierto;
Luego una sala, vacía.
Los infantes y jinetes
Penetran, las armas listas,
Temiendo alguna asechanza,
Huyó con su gente el Zipa
A media noche, llevando
Sus trescientas concubinas,
Y a espaldas de indios el oro
Que en el palacio tenía,
Y todas sus esmeraldas
A región desconocida.

Tesoros, regios tesoros,
Que juntaron dinastías
En lento correr de siglos;
Esmeraldas de hondas minas
Que lucieron esplendentes
En diademas; gargantillas,
Brazaletes, áureas planchas
Que prietos pechos cubrían;
Riquezas de los santuarios...
En gruta remota, umbría,
Yaciendo estáis para siempre
Lejos de humana codicia,
Pues dejaron los cargueros
Con los tesoros la vida.

Avanzan. Patios, más patios...
Salas, más salas vacías.
Corredores... patios, salas...
Después huertos.

Fuertes vigas,
Desde lejanas regiones
Hasta la Corte traídas,
Sostienen los techos. Paja
Que cual oro vivaz brilla
Luce en los muros que exhiben
Telas de rojo teñidas
Y ornadas con plumas de aves
Cazadas en las orillas
Del Río Grande.

Al fin oro
Y esmeraldas escondidas
Sacaron, cavando el suelo,
Y así, con manos vacías
No se les vio. No encontrando
A quién con agua bendita
Cristianar, no fue perdido.

Para su provecho el día,
Y hasta para herrar caballos
Que despeados venían,
Andando entre barrizales
Y ascendiendo a serranías,
De baja ley oro hallaron

Huía lejos el Zipa.
Rezagados unos indios
Cabizbajos se veían;
Y aterrados, friolentos,
De charcos en las orillas
Se preguntaban: ¿Qué tribu
Será esa tribu sacrílega
Que a nuestro rey hace guerra?
¿Qué genio del mal envía
A esos terríficos monstruos
Que con cuatro pies caminan
Y que tienen dos cabezas
Y que lucen piel distinta
A la nuestra, y el semblante
Les cubre barba tupida?

En ese instante de miedo,
Frente al sol que ya se hundía,
Una salva de arcabuces
Se oyó en la llanura muisca.
Los hijos del Sol!... dijeron,
Y aterrados, la faz lívida,
Contra el suelo, sollozaban
La noche cayó sombría
En desolación profunda
Sobre la raza vencida.



Ismael Enrique Arciniegas


«Antología poética»
Romancero de la conquista y la colonia


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