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SALA DE ESPERA

Cada verdad, cada palabra,
la mala y la buena muerte,
el cencerro de todo lo que existe,
la hazaña que ahora ruge en forma tumultuosa
en la víspera de un mar varonil,
son aspectos de un reino de rosas elementales
o el rostro de una planta en donde el sol no brilla.
Y es que después de pájaros y helechos,
el convento de la boca avasalla
la palabra, y son huéspedes
la sombra y la locura
y alguien que ha cerrado la puerta.
En la sala llena de sillas estaban sentados
mi mano y su cigarro,
mis ojos y los montes matinales,
mis huesos fatuos como estrellas.
Toda la noche floté como el corcho
de una botella golpeada por ahogados,
tañí un árbol de crines transparentes,
saludé repitiendo los mismos harapos
y fui de sangre en sangre entre los que caían
en Vietnam y en la Dominicana.
En la sala sonaba un órgano de esponjas.
Detrás del ojo amanecían los hombres.
Fue el año en que el relámpago
era el diente rampante de la noche,
la hora en que la flor nació imperfecta
en las manos de los amos.

¿Es éste un banco, o alguna terminal de trenes?
Toda la sala estaba llena de manos amputadas
como un astillero entre la niebla
(alguien dijo que en la otra pieza jugaban a los dados).
Por lo tanto, los pétalos de yeso
caen ahora en la cuaresma y en la erosión que embiste
las costas, el otoño y todas esas cartas comerciales
y la antena y los cables.

Detrás del ojo amanecían los hombres.
(Sonó una esquina bajo la manga de un paciente,
y aquella sala fue un Viernes Santo anestesiado).

autógrafo

Juan Bañuelos


«El espejo humeante» (1968)

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