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FUSIL, HOJA QUE CONMUEVE A TODO EL ÁRBOL

:Me dicen que escriba algo acerca de tu muerte (Me han
tomado por quien no era y no los voy a desmentir).
Yo no sé lo que pasa. Ya dije que no entiendo nada ni me importa.
Sólo sé que tú no estás de paso (únicamente un poco de
fatiga, ¡claro! que hasta la piedra convalece del tiempo).
¿Buscar la tina en el fondo de los ojos? De ningún modo.
Por lo tanto pongámonos de acuerdo: esto no será un
poema. Bueno, al menos yo no quiero.
Apenas humano, me decido: miro a izquierda y a derecha
para pasar la calle y lo que cruzo es la realidad.
Todos ahora se aprestan a desembolsar una oda, o una
elegía, o un sollozo reprimido, después de haber ayudado
de alguna manera a tu muerte.
Yo no comparto ningún duelo. Hasta Barrientos, tu asesino
(esa mierda envuelta en lo mismo), siente «tremendo
dolor» por tu muerte, ha dicho.
No. Yo no voy a llorarte ahora que todos están infestados de
arrepentimiento. Un día de estos te escribiré un poema,
que será corto y más bien un diálogo. Hoy no. Hoy tengo
que salir a buscar Money para la operación de mi mujer
(tú lo sabes: este México, esta patria).
Lo mejor que he leído acerca de ti es que eres un personaje de
historia-ficción, y que has decidido abandonar el planeta
para volver pronto. Ojalá así sea. Espero que así sea.
Desapareciste, y yo dormido en la mañana me levanté tarde,
me afeité cuidadosamente, como lo hago cuando se trata
de una cita amorosa, y me senté a la mesa silbando
un viejo jazz  seguro de que no debía suicidarme.
Leí el periódico: sus páginas pasaban como banderas orgullosas
flameando de hambre, de dinero, y de todas esas cosas
que nos endilgan como la misma comida diariamente
en mi Viejo Comedor Público del Carmen.
Y ahí estabas: tendido, obstinación de tierra entre los dientes,
asilo de ojos espoleados hacia la dura dulzura de una boca
florida, un saurio sobre el yermo de la fotografía, una nube
de piel hecha fetiche acidulando la espuma barbada del cercenado.
Ahí estás: no entre las bajas moderadas en Vietnam, ni entre
los condecorados, sino entre el advenimiento y los
leopardos límites del sueño. Lacónicamente dándote
por muerto, sin nuestro consentimiento y sin el tuyo
¡como si pudiera morir mi Comandante Guevara!

La hoja que conmueve a todo árbol no se desprende
nunca. Hay un horóscopo despierto, una oropéndola, oh
viajero, sobre la espalda de esa hoja. Viene la gente y
cambia. Lloran o ríen y se alejan, y no es posible recordar:
sólo una vez el mundo es nuestro.
Todas estas cosas son lo más humano posible.
Hombres vivos, hombres muertos, hombres en libertad
o condenados, mas en medio el desacuerdo y sus
humeantes togas son prerrogativas destazadas como un
ave en cuyas entrañas se lee el desastre.
No. No estoy enfermo ni desesperado. Apenas si
percibo una obscena sensación de estar desnudo,
de estar como una fruta pudriéndose en la sombra.
Y bien, yo te conozco más ahora que el día que no
nos presentaron, y cada vez que veo tu foto en los
periódicos, sospecho que te envidio como al muchacho
que se lleva a la chica más guapa del pueblo.
Hoy es distinto. Como si sólo un sonido tuviera la
esquela de la vida. Estás hechizado en tus nupcias
verdaderas bajo la sinagoga de los Andes.
Estás más joven, de pie sobre la cortadura de un cuchillo, estás
la misma música de Bach, que ahora escucho, como una
torre que se quema desde lejos.
Y llueve. Llueve fríamente. El día no es más que un dedo
que ha perdido su anillo. Pero ¿qué diablos tenemos tú y yo
que ver con la muerte? ¿Qué diablos?
Es que me refiero a esa manera congruente, acordonada
tortuga de la sangre en donde la desgracia abufanda sus
ayes. Es que me refiero a este desaforado equilibrio en
el alambre, como aquel que suelta el asa de su cesta a la
hora en que se oye un silbido entre las hojas y ve a dos
sombras de caballos que se mueven con la noche.
No, yo no tengo paciencia para sufrir, no me puedo dar un
baño sin figurarme que soy un animal tolerado en un hotel.
Todo esto es cierto, y aun así quieren que escriba algo acerca
de tu ausencia.
Sin aceptar la muerte sino sólo cuando bosteza entre los frutos
quietos, amigo, yo apoyo mi mano en el silencio, en la pared,
y la pared se queja.

No quiero quedarme aquí solo escribiendo este cuento largo.
En este instante la multitud de mi persona desemboca en
la avenida Juárez y empiezo a oír el dodecafónico tableteo
de las armas entre las églogas del miedo.
Vaho del cordero,
embestida del ganado,
sello en todas tus cartas,
tu nombre no se dice, mas tu fuerza está en nosotros.
Porque no hay tregua, ni guarniciones, ni compás de espera,
¿vamos a seguir sembrando de héroes el suelo de América?

Tú sólo eres EL LIBERTADOR.

Que se muera el que pierda su tiempo en homenajes,
mientras el enemigo atiza el infierno de la caridad, y
el Subdesarrollo no es más que un faro que se ciega a sí mismo.

Tú solamente eres la Gran Molienda, o un payador
tropezando entre los astros. Salgo a la calle y desconozco
a todos. Hypocrites citoyens.
¿En dónde está Bolivia? ¿Por dónde la Quebrada del Yuro?
Y me da en toda la madre la fría lluvia del último ciclón.
De pronto, al fin tengo el derecho de llegar a un pacto contigo:
que cambiemos las armas mientras vuelves. ¿Para qué
poesía sin fusil, en una hora en que dormir es como
abotonarse la guerra de los asesinos?

Bueno, viejo, te deseo selvas y sobre todo sol para los tuyos,
porque vos vas de la mano con las sierras, esa tu juventud
perpetua de violentar las cosas para abrir todas las puertas
del mundo.

Y si esto es un poema, que me lo perdone la Revolución o
la REBOLUSIÓN de los analfabetos y hambrientos de este
Continente, porque yo, porque yo sólo quería y quiero,
mi Comandante Guevara, tomar un fusil y seguir tus
pasos, por aquéllos.

autógrafo

Juan Bañuelos


«El espejo humeante» (1968)

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