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EL PATIO

Cercado de aspidistras, entre el tedio
lustroso de los mármoles y el vaho
humedeciente del aljibe, ¿quién
iba a decirme a mí que aquella
premonitoria libertad
del patio no tenía
más evasión al mundo que su sed?

Allí me entré en la noche
inaugural, entre las araucarias
de añoso graderío y el resol
de los zócalos, hurtando a la impaciencia
las reliquias del tiempo, la concordia
de los repudios corporales.
                                          Mano
de la delicia, fui llevado
de bosque en bosque y de río
en río, descalzo ya de mí
pero trabado entre las horcas
vagabundas del sueño.

¿Cuántos iguales cercos de verdad
anduve desde entonces? Del portón
al olvido, del zaguán al desdén,
¿sigue brillando aún
la aljofifa, la loza, el cobre
de tantas matinales aventuras?
Oh ceguedad de luz en que tendía
mi cuerpo, sábana que tapaba
los espejos nupciales, cobertizo
de la patria primera, agrio
solar de las iniciaciones.

¿Quién era aquél que iba
dividiendo los oros y los fangos,
esquivo entre las frondas
de pétalos carnales, de desnudos
temores, devastando
lo extenso de mi cuerpo y de mi alma?

Ciclos de salvación
y de condena, aceleradamente
desuncidos del yugo de mis años,
cláusulas turbadoras
en cuyas líneas fúnebres
fui leyendo mi vida.
                              (Al borde
del brocal del suicidio,
junto a la flor terrible
del cante de la fragua, ardía
la mano de un pintor, no sé
si la de Tàpies
o la siempre iracunda de Manuel
Viola, desvelando
lo que yo no podría repetir
sin morirme, pero que congregaba
todas las significaciones
últimas de mi fe).
                          Y desde
entonces, ¿en qué suplicadoras
columnas, en qué muros
roturados de pólvora, en qué broncos
arrecifes, peldaños, soportales
apoyé mi palabra, su argumento
de gastada crueldad?
                                  Sé que no supe
ganar los serviciales trámites
de lo que digo ahora, patio
con clima de mi corazón, cisterna
de anhelantes barandas de peligro.

Oh cerrazón del tiempo en torno
de mi libre vivir, dame lo necesario
para no claudicar: ebrio, desnudo y solo
por el mundo, a ver si así
me merezco la muerte en aquel patio.

autógrafo

José Manuel Caballero Bonald


«Las horas muertas» (1959)

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