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LIMA DE PIEDRA

Aposentada en un distrito cárdeno de la lluvia, no se movió siquiera cuando sintió en su cuerpo la araña combustible de un relámpago andino. Expelía un tibio olor animal y tenía algo de sacerdotisa purgando en las mazmorras de la noche un delito que nunca cometiera. A su lado yacían las totumas, las piedras, los exvotos que iba ofreciendo a nadie igual que si ofreciera una ignorancia laboriosamente adquirida. Impregnaba su rostro una tintura glandular y dinástica, como de coca y frailejón, de saliva de enferma y maíz fermentado. Era la arrodillada después de haber vivido genuflexa, la criatura más única que podía mirar a ningún sitio diciéndole al viandante: en su estado selvático la piedra es un jalón de fuego negro, mas después de haber sido mansamente limada le sale de lo hondo esa veta de sol ceremonial que sólo comparece en el borde limeño del océano. Y allí estaba el tesoro envileciéndose entre culturas residuales, tal vez incorporado para siempre a aquel mugriento cuero que alfombraba los charcos del terrizo. El viandante cogió entonces la piedra con una inmemorial misericordia, como si aún convaleciera de algún remoto síndrome de culpabilidad. Y ya la mano se encontró propiamente con la mano: una sacrílega permuta, una moneda a cambio del secreto solar de Coricancha.

autógrafo

José Manuel Caballero Bonald


«Laberinto de Fortuna» (1984)

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