NOCHE II
¡Noche callada!
¡noche de luna airada!...
En mi aposento obscuro,
sobre la mesa trípode las manos coloqué;
y un diligente espíritu evoqué.
—¿Quién eres?, le pregunto,
¡oh, piadoso difunto
que vives en el aire, con aparente calma!
¿dime qué nombre tienes?
espíritu que vienes
hoy que está sola mi alma.
Y responde: —En la Tierra
me llamaban Danira;
vi la luz en Palmira,
que el hombre fiero ha sepultado:
fui fugaz en la Tierra y he muerto sin pecado.
—Dime, ser evocado,
si en tu vida mortuoria,
conservas de la dicha la memoria.
—Gocé, bajo el querer de unas miradas,
de brillantes avenidas,
mansiones plateadas,
las puertas, de oro guarnecidas
y las columnas estriadas,
emblemas color de rosa,
sortijas perfumadas,
y, como un tesoro,
mi carro de oro;
en la paz y en las treguas,
¡cómo raudas corrían mis desbocadas yeguas!
Y, en mi invariable amor, se esclarecían
las galanuras
de este país dorado;
¡cómo mis ojos esplendían
al mirar las locuras
de mi guerrero amado!
Y en la ciudad del antiguo Belo,
en la cámara ciega,
de amor me cantó anhelo
y me adormía con la flauta griega.
A las dulces fragancias
del fino pebetero arcano,
venturosas constancias
me prometía el centurión pagano
¡oh, sus cortejos de primaveras!
En el mundo la dicha se nombra:
pero ¡ay, si vivieras
en esta sombra...!
—Celestial creación
que me escuchas amable;
y recuerdas, que en un país dorado,
de un amor invariable,
acarició la muerte tu talle inmaculado;
¡oh, tú piadosa bella!
que Danira te nombras,
dime si me amará Ella
en ese triste mundo de las sombras;
dime, oculta deidad clemente,
si eternamente
será de amor su dulce mirada,
dije. ¡Y la mesa retembló callada!
José María Eguren