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LA CAPILLA MUERTA

Tiembla el sol, de la tarde, con sus lloros extraños
de brillanteces flavas y de carmín profundo;
y en la penumbra miro, después de obscuros años,
la capilla ruinosa del valle moribundo.

Hoy al santuario vuelvo de la remota hacienda,
vetusto, colonial, florido en otros días;
y antes que el alma vida al meridión descienda,
vislumbro sus paredes, sus bóvedas sombrías.

Y volutas verdosas de metálicos lustres,
azules hornacinas, santos de luenga manga
tallados en madera, antiguos balaústres,
y Vírgenes piadosas de piedra de Huamanga.

Veo el retablo triste de pálidos reflejos,
atriles, santorales, en muerta sinfonía;
miro rondar los mustios, incoloros vencejos,
la capilla cercando de su melancolía.

Esta bóveda de arte, que hoy declina ruinosa;
este primor de antaño que triste amarillea,
la oración repetía de la campiña hermosa,
en las mañanas dulces que el colorín platea.

A los alegres niños en albas estivales,
nos brindaba la gloria del brillor campesino
cuando en la lenta misa, tras de los ventanales
mirábamos la cumbre del monte azul marino.

Este altar en los velos y la hermosura de oro
la ilusión brilladora de encanto prometía;
y en su rezo florido, el capellán sonoro
nos traía el preludio venturoso del día.

Hoy al mirar las mustias, descoloridas aras,
su ventanal obscuro y pavorosa puerta,
añoro de mi infancia mis ilusiones claras,
y, con pesar, me alejo de la capilla muerta.



José María Eguren


«Sombra» (1961)

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