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EL GRAN CRIMEN

Su pupila brilló como una brasa
en la tiniebla de su rostro.
Ella,
como tras de una nube nívea estrella,
parecía irradiar bajo la gasa
de su túnica grácil:

Era una
melancólica anémona
entre una malla de fulgor de luna:
un lánguido asfodelo
que empezaba a dormir... era... ¡Desdémona!...
Frágil y blanca, ante la noche: ¡Otelo!

El Sultán de los cielos implacables,
el demonio divino
del odio y del amor, sus formidables
ojos negros pasea
por el inmóvil cuerpo venusino
de su amada...
¡Su faz relampaguea
como un carbonizado torbellino,
como una tempestad sorda y obscura!

—¡Ah, yo soy como Dios, que siempre hiere
donde más ama! —con dolor murmura—
y acerca su puñal a la blancura
de aquella carne casta, y grita ¡Muere!
¡Y hunde, hasta la dorada empuñadura,
la fina hoja que a su mano adhiere!

¡Ni un ay! La sangre corre. Otelo llora:
y parece ante Otelo
aquella muerta, un témpano de hielo
que nada en los carmines de una aurora.

¿Mayor crimen concibes?
¡Oh, qué execrable hora!
Era inocente. ¿Y tú?... Ya ves: ¡tú vives!



Julio Flórez


«Manojo de zarzas» (1906)

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