INVIERNO
Tras la lóbrega ventana
de una choza, hay una anciana;
hila, hila,
y enturbiando
su pupila,
de sus lágrimas dos gotas
al salir de cuando en cuando,
y al brillar, fingen dos gruesas
perlas rotas.
Sus mejillas,
lacias, caen; se entrechocan
sus rodillas.
Viste luto,
y una huella casi extinta,
hay apenas de su pobre seño enjuto.
En su frente
dejó el tiempo despiadado
el ultraje
de su arado.
Y su boca,
ya marchita,
es un hueco de oraciones,
de oraciones que musita
ella, sola, en los rincones
de la estancia: ¡Pobrecita!
¿Qué se hicieron los encantos
de su cuerpo? ¿Qué las épocas felices...?
¡De sus manos solo quedan...
dos raíces!
El invierno, sobre el techo
de la choza, llueve, llueve,
llueve copos, grandes copos
de alba nieve.
Sopla el cierzo... y la cabeza,
de la triste anciana, eriza;
la cabeza, que parece
de ceniza.
Cruje el tuero;
de rescoldo hay un reguero
en el fúnebre recinto de la estancia,
y saturan los tizones
el ambiente... de una exótica fragancia.
Débil, mustia y aleada,
¿en qué sueña aquella triste
mujer sola?
¿En qué sueña? ¡En nada, en nada!
Sólo
advierte
que a sus plantas va formándose el vacío...
que siente todo el frío
espantoso de la muerte.
En el cielo
desolado, el ruido
de su vuelo
y el graznido
de su canto, deja oír en las tinieblas
un mochuelo.
Es de noche; no hay un astro.
Todo es sombra,
en el llano y en el bosque,
y en la vega que parece de alabastro.
A la puerta
ladra un gozque
¡El invierno, sobre el techo
de la choza, llueve, llueve,
llueve copos, grandes copos
de alba nieve!
Julio Flórez