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XI

Cuando a la media noche me despierta
el medroso aullido
de mi perro que, acaso mal dormido
en el umbral de mi puerta,
de los trasnochadores el rüido
oye en la calle lóbrega y desierta,
o el alerta
del gallo
que en las hondas tinieblas sumergido
cela, ampara y vigila su serrallo,
me incorporo en el lecho,
me incorporo y medito
en el daño espantoso que me has hecho.
En el mal infinito
que me causó tu amor... ¡amor maldito
que arrancar no he logrado de mi pecho!

Y abro los ojos en la sombra entonces,
mientras que a mis oídos
llegan melancólicos tañidos
de los lejanos bronces.

Y evoco, soñoliento,
los recuerdos queridos
que llenaron de luz mi pensamiento:
recuerdos, ¡ay!, de las difuntas horas
en que bebí el fulgor de tus pupilas
negras, pero brillantes como auroras.

                *   *   *

¿Por qué os fuisteis tan presto, horas tranquilas,
Muertas encantadoras?



Julio Flórez


«Gotas de ajenjo» (1910)

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