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LXVII

Él mismo aró la tierra y extirpó la cizaña;
él mismo sembró el trigo que en buen pan se tradujo;
él mismo hizo su choza; y al pie de la montaña
cavó su propia tumba con celo de cartujo.

Vivió solo en Dios fijo bajo el azul del cielo,
humedeciendo el humus con la hiel de su llanto;
sin ambición ninguna; mas con un doble anhelo;
no saber de los hombre y morir como un santo.

Pero lo más curioso del caso es que la gente,
al verlo, desde lejos, siempre esquivo y huraño,
no lo creyó un Matías ni un Andrés ni un Antonio.

Porque los que pasaban, inopinadamente,
por cerca de la choza del mísero ermitaño,
se signaban creyendo que allí estaba el demonio.



Julio Flórez


«Gotas de ajenjo» (1910)

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