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A LA TORRE DE PANAMÁ (LA ANTIGUA)

                I

Fuente de inspiración para el aeda
que clava en tus escombros la pupila,
eres ¡oh torre! Tu vejez tranquila
da al verso lustre y suavidad de seda.

Ya de tus esplendores nada queda;
y la muerte, que todo lo aniquila,
hoy en tus muros su guadaña afila;
tu polvo cae y por los campos rueda.

El mar te va acercando poco a poco
sus azules y móviles colinas,
triste, impaciente o de coraje loco;

y, únicas compañeras de tus ruinas,
siempre que apaga el sol su inmenso foco,
van tu pena a llorar las golondrinas.

                II

Cuencas sin luz de monstruo corpulento,
dan paso tus ventanas a la brisa
que al sentir tu mudez huye de prisa
lanzando al alejarse hondo lamento.

Ella que disfrutaba del momento
matinal y sonoro, en la precisa
hora que tu esquilón llamando a misa
desparramaba su broncíneo acento,

al contemplarte así, casi deshecha,
bajo un montón de líquenes y lianas
y abatido el orgullo de tu flecha,

se lamenta al pasar por tus ventanas,
y cómo no ha de lamentarse, si echa
de menos el clamor de tus campanas.

                III

Tu mole fantasmal de piedra bruta
rota por el cincel del tiempo, yergue
su lacerada rigidez, albergue
del gran capuz que tu interior enluta.

El mar ama tu paz; preciosa gruta
le finges cuando en sueños te sumerges
y él se goza lanzándote el asperges
de su espuma volátil e impoluta.

Terco el Ponto sus líquidas sabanas
arrastrará hasta ti con sus arenas,
y ante el oro de límpidas mañanas

y de tardes purpúreas y serenas,
allí donde tronaron tus campanas
desgranarán sus risas las sirenas.

                IV

Y la hora vendrá de tu agonía:
bajo los besos del cristal triunfante
en un siglo... tal vez en un instante
te desharás con tu melancolía.

Entonces disgregada en la sombría
soledad oceánica, delante
del hombre no serás, ni en la distante
tierra se acordarán que fuiste un día.

En vano tus aladas compañeras
abandonando la quietud del monte
buscárante en las aguas plañideras;

y será inútil tu reclamo tierno
porque al escudriñar el horizonte
no verán más que el mar... ¡el mar eterno!



Julio Flórez


«Oro y ébano» (1925)

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