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LA HURÍ DEL PESCADOR

Todos al verla pasar
cabizbaja, sola y muda,
camino del ancho mar,
murmuraban: es «la viuda»
que va a la playa a llorar.

«La viuda», así la llamaba
el tumulto pescador
que la servía y la mimaba
y que siempre la alentaba
con un «¡ten fe, ten valor!»

Mas ella se fue agostando
lentamente como una
corola de invernadero:
ya sólo de cuando en cuando,
pálida como la luna,
iba al desembarcadero.

Iba a mirar compungida
la melancólica danza
del piélago mugidor;
a dar aliento a su vida,
dando vida a su esperanza
y esperanza a su dolor.
Iba a mirar de hito en hito,
de los otros pescadores
las otras barcas pasar;
imploraba al infinito
con dulcísimos clamores,
y se sentaba a llorar...

Más de tres años hacía
que su novio, un pescador,
modelo de bizarría,
un día otoñal se había
ido a empezar su labor;
y a la rada no volvía...
¡no volvía el pescador!

Cuando entre la mar y el cielo
alguna vela lejana
iba desflecando el velo
brumoso de la mañana,
trémula, absorta y ufana,
sacudía su pañuelo...

¡Y al desataviarse el día
era de ver su reproche
cuando aquella vela huía
lentamente y se perdía
como una garza... en la noche!

Como la crónica cuenta
que no sopla el vendaval
ni el carro de la tormenta
en relámpagos revienta
nunca en aquel litoral,
dijeron que una sirena
al pescador aquel quiso
hacer suyo en la mar plena,
en aquel día otoñal,
y lo arrastro de improviso
a su tálamo de arena,
de conchas y de coral.



Julio Flórez


«Oro y ébano» (1925)

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