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EL DISTRAÍDO

¡Qué bien llueve por el río!
                                                Llueve poco y llueve
tan tiernamente
que a veces
vaga en torno de un hombre la paciencia del musgo.
A través de lo húmedo
punzan, huyen amagos
de presagios.

Amable todavía por los últimos
términos arbolados,
un humo
va dibujando
yedras.
¿Para quién de esta soledad? ¿Para el más vacante?
Alguien,
alguien espera.
Y yo voy —¿quién será?— por el río, por un río
recién llovido.

¿Por qué me miran tanto
los álamos,
si apenas los ve mi costumbre?
En su silencio el abandono alarga la rama
deshabitada.
Pero flora cortés aún emerge sobre un agua
de octubre.

Yo por el verde liso
voy,
voy buscando a los dos
aquí perdidos:
al pescador atento que, muy joven,
de bruces
en la ribera, nubes
recoge
de la corriente, distraídas,
y al músico pródigo que, sin mucha pericia,
por entre las orillas
va cantando y dejando las palabras en sílabas
desnudas y continuas,
la ra ri ra,
                  la ra ri ra,
                                    la ra ri ra...
Entre dientes y labios
he de tener al tiempo.

Sin mirar contemplando,
aquí no, más allá de la mirada
sí veo.
Yo sé de un río en que por la mañana
flotan, se cruzan
curvas
de márgenes.

Errantes,
a punto de no ser, ¿adónde
van las yedras, hacia qué torres
de nadie?

A través de lo húmedo
se abren
túneles con anhelo de extramuros:
hacia puentes amantes,
hacia caminos bajo algún follaje,
hacia refugios
de lejanía en valles.

Embeleso tarareado.
¡Cómo sueña la voz que se tumba en el canto
perdido,
Tan perdido y fluido hacia ensanches de días
sin lindes, resbalados!
la ra ri ra,
                  la ra ri ra,
                                    la ra ri ra...

El curso del río
conduce.
Las nubes,
desmoronándose tranquilas,
guardan su lentitud, no se detienen,
y me acercan los cielos
en una sucesión sin pesadumbre
de eterno firmamento.

Cortas, urgentes
verticales de lluvia, haz de apuntes.
Llueve y no hay malicia,
llueve.
Lararira ...
Oigo caer a las gotas,
que se derraman, sin fuerza de globos,
sobre las últimas hojas
crujidoras,
aún pendientes del otoño.

En tanto, sucediéndose visibles las burbujas,
el río reúne y ofrece un arrullo
continuo, seguro.
¿Nadie escucha?
Para mí, para mí todo el amor del musgo.
Ventura:
alma tarareada goza de río suyo.

autógrafo

Jorge Guillén


«Cántico» (1919-1950)
Primera serie. Cántico. Fe de Vida
2. Las horas situadas


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