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LAS LÁGRIMAS DE AMOR

—Si existiera el apoyo en que aquel sabio
Quiso elevar con su palanca el mundo,
En ese apoyo enclavaría la tierra
En un eterno reposar profundo.
¿Y para qué, preguntarás, yo quiero
Detener de este globo la carrera;
Sí; para qué, si el porvenir fecundo
Nos ofrece una dicha verdadera?
¿Y no es una quimera
La esperanza que al verla nos tacina?
¿Un vapor no será que se deshace
Si al soplo de mi aliento se avecina?
Si se parara en su correr la tierra
Esta tarde tan sólo miraríamos:
Siempre el sol ocultándose en la sierra,
De esperanza cargado el horizonte
Y siempre sentiríamos
La brisa que refresca nuestra frente;
De tu aliento mezclándose al ruido
De un tropel de ilusiones, el zumbido;
En tu hombro mi cabeza eternamente;
Tu rizo por el aire estremecido
Rozando mi mejilla blandamente,
Y por siempre en el cielo aquellas nubes
Que se rompen en copos blanquecinos
Que se encuentran, se besan, se confunden,
Inconscientes, siguiendo sus caminos
Como amantes espíritus se funden.
—¿Una dicha mejor no se prepara
Si la tierra en su curso no se para?
—¿Y quién sabe, mi Maji, si aquel día
El día tan esperado
En lugar del placer dulce y ansiado
Nos traiga con sus lumbres el olvido?
—No, tu nombre está escrito en mi memoria.
—Y tu nombre en mi pecho está esculpido;
Mas, ¿ quién del porvenir traza la historia?
Y sabes que tenemos los mortales
Una sombra enemiga que amenaza,
Que se filtra en los puros manantiales,
Se esconde en la arboleda,
Que en medio de la dicha nos sorprende.
Que se oculta tras rica colgadura,
Debajo de la paja en que se queda
El ciego desvalido,
Que en las aras asecha de los templos,
Se pasea del festín en el ruido.
Nadie la mira, mas el triste roce
De sus ropas se escucha por doquiera
La que sólo sus víctimas conoce;
Siempre va armada de guadaña artera
Tan afilada, tanto,
Que no se amella en el dolor más fuerte
Ni se enmohece en la humedad del llanto.
—¿Y esa sombra quién es?
                                        —Esa es la muerte.
Triste llanto empañó los bellos ojos
De la amante sencilla que, escondiendo
De su amado en el pecho la cabeza,
Le dijo con tristeza:
—Mas nunca de mi amor hará despojos
Esa muerte que estamos hoy temiendo.
De los dos las cabezas se juntaron
Y de un pino muy viejo las raíces
Con lágrimas amantes refrescaron.
Algún tiempo después, del pino añejo
El tronco ennegrecido
Que ya jugo no daba, era tan viejo,
Adornado se vio y embellecido
Por dos grandes magníficos rosales
Que mezclaban sus hojas y sus flores
Y que al decir de las sencillas gentes
Servían de remedio en todos males,
De consuelo de todos los dolores;
Y añadían los buenos pobladores
De más de cien lugares
Que sus flores jamás envejecían,
y adornaban con ellas sus altares;
Si acaso algún curioso
Intentaba saber a qué debían
Esas plantas poder tan misterioso
De sus ra.nas, sus hojas, y sus flores,
Las niñas sonrojándose decían:
«Por qué fueron con lágrimas de amores
Cuando tiernos regados, los rosales
Cual lágrimas de amor, siempre consuelan,
Cual lágrimas de amor, son inmortales».

Joaquín González Camargo


Publicado en La Nueva Era, número 42.


«Poesías» (1889)

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