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LO INAGOTABLE

De rodillas delante de la fosa
donde se pudre el mocetón garrido,
la pobre vieja sin moverse pasa
la tarde del domingo.

Una tarde otoñal, helada y muda,
de cielo muy azul, campiña yerta,
y un sol amarillento que se muere
de frío y de tristeza.

Una vela amarilla que no alumbra,
se quema, como el alma de la anciana,
cuyos ojos decrépitos no lloran
porque no tienen lágrimas.

Todas se las tragó la avara tierra
de la tumba del hijo malogrado,
a cuyos pies la hierba está escaldada
con las sales del llanto.

Vagaba por los ámbitos vacíos
del humilde y herboso cementerio,
el aroma de muerte que despide
la tierra de los muertos.

Volaban sobre el templo los cernícalos
y rasaban el viejo campanario
los bandos de veloces aviones
que pasaban chillando.

Y de la plaza del lugar venían
sones de tamboril y castañuelas,
notas de gaita que al hablar de amores
infundían tristeza.

¡Cómo bailaba la muchacha alegre
para quien fue belleza vigorosa
lo que era ya bajo viscosa hierba
montón de carne rota!

Montón de carne rota que una madre
tuvo un día pegado a sus entrañas,
y espejado en las niñas de sus ojos
y en el centro del alma.

Y ya está allí, deshecho en las tinieblas,
el fuerte hastial de la feliz casita,
el que ganaba el mendruguito blando
que la anciana comía.

Una alondra del páramo vecino
se posó en la pared del campo santo
para beber el rayo agonizante
del frío sol dorado,

y cantó una canción opaca y fría
que ni siquiera le agitó el pechuelo
que cien mañanas pareció romperse
modulando gorjeos.

¡Sorda elegía que inspiró Natura
junto a la tumba donde el mozo estaba,
que tantas veces, cual la alondra aquella,
le cantó la alborada!

Se hundieron en sus grietas los cernícalos,
y en los huecos del viejo campanario,
poco a poco los raudos aviones
se metieron chillando.

Cayó el silencio sobre el pueblo humilde,
murió la tarde y se marchó la alondra,
y la vida le dijo a la ancianita
que estaba ya muy sola.

¡Era preciso abandonar al hijo!
Besó la tumba y apagó la vela,
que derramó sobre la hierba húmeda
dos lágrimas de cera.

¡Y dieron todavía otras dos lágrimas
aquellos ojos que estrujó el dolor!
Ni ignoradas ni estériles las dieron:
¡las vimos Dios y yo!

autógrafo
José María Gabriel y Galán


«Castellanas» (1902)

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