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REGRESO

                        I

Estuve en la ciudad. Vi la materia
brillar resplandeciente,
correr arrolladora,
sonar dulce y rugiente
y en la vida imperar como señora.
Reina del mundo, la ciudad entera
su esclava fiel, su adoradora era.
Los sabios peroraban
del aula en la trinchera,
en defensa del ídolo que amaban;
los coros de los hijos del Parnaso
coplas sublimes en su honor cantaban,
obstruían el paso
en plazas y jardines y museos
las estatuas alzadas a la diosa,
soberanos trofeos
que falange de artistas victoriosa
le rindió generosa
del ingenio de artísticos torneos;
y la gran muchedumbre
de libres ciudadanos de rodillas,
en hábito de eterna servidumbre
que no le pagan sus eternos amos,
entonaban su canto de costumbre:
«¡Te adoramos, oh diosa, te adoramos!»

Estuve en la ciudad y vi los sabios.
Fui dispuesto a escucharles de rodillas,
sin que allí mis palabras de hombre rudo
salieran de la cárcel de mis labios,
que en ellos hizo la ignorancia un nudo.
En su alas la fama vocinglera
llevó dos o tres nombres
al oscuro rincón de mi morada
que augusto templo del silencio era,
y una noble ambición que hay en los hombres
me hizo salir de mi rincón querido,
y a oír la voz que del saber es puerta
fui con el alma abierta
puesta debajo del abierto oído.
A entender los misterios fui dispuesto
de la vida y del mundo,
la fuerte base del obrar modesto,
la clave oscura del saber profundo,
la oculta vía del vivir sin brillo,
la esencia arcana del amor honesto,
la regla simple del pensar sencillo...
iba a aprender, sin tortuosos modos,
la fórmula del bien, los soberanos
conceptos graves del amor de hermanos
que nacimos de Dios, padre de todos;
y rasgadas las brumas que embarazan
la alta visión con su tupido velo,
iba a saber el punto en que se enlazan
la senda de la vida y la del cielo.
Y así como la abeja,
libado el polen, de la flor se aleja
y toma a elaborar el néctar puro
de su colmena en el recinto oscuro,
yo, conduciendo de placer henchido
mi carga de saber, carga de oro,
de los sabios tomada en el tesoro,
a las dulzuras del rincón querido
contento volvería
a labrar con el polen adquirido
miel de sabiduría...
¡Oh fama vocinglera!
¡Cuán fácil es el viento que te guía,
y tu sonora voz, cuán embustera!
La gran sabiduría nunca ha sido
música del oído,
torrente de palabras que allí cae
donde un hueco encontró, como el sonido,
que el viento que lo lleva se lo trae.
Ni es orgullo que ciega,
ni es encono que grita,
ni estéril voz que apasionada niega,
ni desprecio del bien que al mal invita.
Ni tampoco almacén abarrotado
de innúmeras ideas
que pueril vanidad ha amontonado
para que tú, ¡oh adulador!, las veas,
y tú, Fama veloz, vueles y cantes,
y tú, varón sencillo, oigas y creas,
y os asombréis vosotros, ¡oh ignorantes!
No, no; sabiduría,
en la noche del mundo tan sombría,
es estrella que alumbra,
brazo amigo que guía,
no relámpago breve que deslumbra
ni mano malhechora que extravía.
¡Oh tú, Fama embustera!
No alborotes las plácidas mansiones
donde quiere la vida ser sincera:
¡tienes otras regiones
donde suenan mejor tus huecos sones!
No vuelvas a mi casa: está cerrada
y en ella encarcelada
tu enemiga mortal, la Verdad ruda,
que no sale a la calle
porque nadie la quiere ver desnuda.
Y vosotros, ¡oh sabios!, cuyos nombres
no saldrán de la cárcel de mis labios,
una noble ambición que hay en los hombres
me trajo a vuestro pies... ¡Adiós, oh sabios!

Estuve en la ciudad y vi la vida.
Es ligera y hermosa,
del modo que es hermosa y es ligera
la ingrávida, la leve mariposa
que nace, vive y muere en primavera.
Y así como el insecto primoroso,
visitador inquieto de las flores,
más parece nutrirse de colores
que de polen sabroso,
la vida ciudadana
de la flor del placer fiel cortesana,
no se acercaba a ella
con aguijón de abeja laboriosa,
sino con frágil ala lujuriosa,
de mariposa bella.
¡Qué de prisa las horas sin regreso
rodaban por encima de los seres!
¡Qué nervioso el avance del progreso;
qué fuertes los placeres;
las fiestas, qué brillantes;
qué hermosas las mujeres
y los hombres, qué cultos, qué elegantes!
Lo que sabe el varón adusto y grave
que en el pobre lugar pasa por sabio,
cualquiera allí lo sabe;
por eso es elocuente todo labio,
porque los abre del saber la llave.
Conocen allí todos
los secretos del Arte y de la Ciencia;
saben de varios modos
faltar a la verdad con elocuencia;
saben negar, audaces;
saben reír, satíricos feroces;
saben gustar, voraces,
las mieles de las mieles de los goces,
y saben ser flexibles, distinguidos,
hablar con gran finura
y obrar con gran descoco...
¡Saben vivir unidos
amándose muy poco!
¡El saber, el saber! Ése era el lema,
la aspiración suprema
de la vida veloz que se vivía.
¡Se estudiaba el amor como un problema!
Y yo también quería
ser un sabio de aquellos que admiraba,
mas no lo quiso la fortuna mía.
Ufano contemplaba
montón de ideas mi cerebro hecho;
pero, ¡ay!, se me olvidaba
en qué lado del pecho
mi corazón encadenado estaba.
Sensible corazón que ahora palpitas
al fuego del amor que ya te quema:
¿para qué pude yo necesitarte
donde el cerebro fabricaba el Arte
y estudiaba el amor como un problema?
Yo pasaba los días presurosos,
entre sabios famosos,
y las noches pasaba entre poetas.
¡Qué días tan ruidosos!
Y las noches, ¡qué estériles, qué inquietas!
Y después de vivir la fácil vida
que una noble ambición, humana y santa,
me pintó de grandezas toda henchida,
ni ella me dio sabiduría tanta
como a cualquiera le infundió Natura,
ni a cantar aprendí con más dulzura
que la que puso Dios en mi garganta.

                        II

Pero ya estoy aquí, campos queridos,
cuyos encantos olvidé por otros
amasados con miel y con veneno.
¡Pequé contra vosotros!
¡Recibidme otra vez en vuestro seno!
Yo te conozco, solitario monte;
te cantaré de nuevo, patria mía;
beber quiero tu luz, ancho horizonte;
gozar quiero tu paz, ¡oh mi alquería!
Mis hijos inocentes
beben el agua de tus puras fuentes,
nutren su cuerpo con el pan sabroso
que produce tu suelo generoso,
tuesta sus puras frentes
la lumbre pura de tu sol caída,
y me los hinchan de salud y vida
los céfiros sedantes y serenos
que vienen de tus grandes encinares,
que vienen de tus mieses y tus henos,
que vienen de tus ricos tomillares...
Aquí no vive la materia inerte
esa vida que presta el artificio,
estéril disimulo de la muerte.
Viven aquí las cosas
porque en su entraña cada cual encierra
la del vivir intimación divina
que a ti te ha dado jugos, fértil tierra,
y a ti te ha dado savia, vieja encina.
Yo admiro la hermosura,
la soberana esplendidez grandiosa
que augusta ostenta sobre sí Natura;
pero ella es criatura,
no puede ser mi diosa;
y aunque canto postrado de rodillas,
delante de sus grandes maravillas,
que son del mundo hechizo,
yo sólo adoro en ella
la mano soberana que la hizo...
¿Y quién no besará la mano aquella
que ha sabido crear cosa tan bella?

Hombres de mi alquería,
custodios fieles de la hacienda mía:
los que vais encorvados
detrás de los arados
desgarrando los senos de mis tierras;
los que del hierro de la paz armados
abatís la esperanza de mis sierras;
los que andáis sin hogar, solos y errantes
guardando mis ganados noche y día;
los de mis montes fieles vigilantes;
los de mi casa honrada compañía;
los que colmáis de frutos diferentes
mi casa, mis laneros,
mis templados establos, mis graneros
y mis anchos pajares bienolientes...
Mayorales, gañanes y renteros,
cabreros y pastores,
colonos y yegüeros,
guardas y aperadores,
montaraces, zagales y vaqueros...
¡todos los hijos del trabajo rudo
que regáis con sudor la hacienda mía...,
salid a recibirme! ¡Yo os saludo
y os bendigo en la paz de la alquería!
Vengo a anudar el hilo
roto en mal hora del vivir tranquilo;
a humillar, cual vosotros, la cabeza
al yugo del trabajo cotidiano,
fuente de la riqueza,
padre providencial de la pobreza,
sal del vivir humano.
Que rueden por la mía,
como ruedan también por vuestras frentes,
las de honrado sudor gotas ardientes
que cuesta el pan del día,
y que sepan mis hijos inocentes,
cuando puedan mirar hacia el pasado,
que el pan sabroso que los ha nutrido
era pan amasado
con gotas de sudor por mí vertido.
Desciendan por mi frente
del sudor del trabajo los raudales
y bañen mi pupila distraída,
que esos son los cristales
a través de los cuales
debemos todos contemplar la vida.
¡Hijos humildes del trabajo honrado!,
yo la vuestra contemplo
como el más alto ejemplo
del vivir generoso y resignado;
y vuelvo a vuestro lado,
porque todo lo bueno que he aprendido
vuestro grave vivir me lo ha enseñado.
Yo traigo, en cambio, el corazón henchido
de anhelos puros, de doctrinas buenas
y de costumbres santas,
y vengo hasta vosotros decidido
a derramar el bien a manos llenas,
porque el Dios que me dio riquezas tantas
diome con ellas el mayor tesoro
que recibí de su divina mano:
¡un corazón de oro
que de todos los hombres me hace hermano!

Y tú, vida serena
de la blanca alquería,
de artificios vacía
y de vigores naturales llena...
Tú, soledad amena,
del encinar cargado de reposo,
donde flota un ambiente religioso
que de dulzor, ¡oh alma!, te enajena,
y un bienestar sabroso
que a ti, mortal escoria, te encadena
al placer de un vivir tan deleitoso...
Tú, feliz compañía
de la fe, del amor y del trabajo,
las tres que el alma mía
virtudes altas a la vida trajo...

Tú, silencio elocuente
que en el del campo bienhechor asilo
hablas grave y severo,
sabio maestro del pensar prudente,
padre fecundo del amor tranquilo,
fiel confidente del sentir austero...
Y tú también, jugosa poesía,
de este rico soñar del alma mía,
de este vivir en el hogar templado,
de este cantar en la alameda oscura,
de este dormir en el regazo amado
de la conciencia pura
que arrulla el sueño del varón honrado:
¡dejadme respirar esta frescura
de vuestro ambiente que a vivir convida,
que yo quiero vivir y ésta es la vida!

Y vosotros, los anchos horizontes,
los blancos caseríos,
los valles y los montes,
las fuentes y los ríos,
los áridos y grises labrantíos...,
la sombra de la encina,
la música del aire dulce y queda,
y el cantar de la honrada golondrina
y el ruidoso hojear de la arboleda...
El agua de la poza cristalina,
las guindas de mi huerto delicioso,
sus ricos toronjiles y albahacas,
el pan de mis pastores, tan sabroso,
la leche vadeante de mis vacas...,
¡regalazme con goces repetidos,
que os esperan, abiertos, mis sentidos!
Yo daré cuanto tengo,
que a derramar entre vosotros vengo
pedazos de mi ser a manos llenas:
para ti, mi sudor, hacienda mía;
para ti, mis cantares, Patria hermosa;
para vosotros, sangre de mis venas,
hijos amantes y adorable esposa;
para los hombres cuyas rudas manos
colman mi casa de riquezas tantas,
pan abundante con doctrinas santas
y el nombre sabrosísimo de hermano;
para el mal que a la lucha me provoca,
los de luchar inacabables modos;
para el Dios de la Cruz, mi fe de roca,
y el amor de mi alma, para todos.
¡Bendita, ¡oh Patria!, seas, que me has dado
uno en tu seno bienhechor asilo
para morirme en el vivir honrado
que es el secreto de morir tranquilo!

autógrafo
José María Gabriel y Galán


«Castellanas» (1902)

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