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SOLEDAD

                        I

Ciego que ayer no lo fuera
sufre más negra ceguera
que el que en la sombra ha nacido.
Triste que ayer no lo era
dos veces hondo ha caído.

Yo un día —¡lejano día!—
gocé de la compañía
de mis placeres mejores;
yo bebí de la ambrosía
del amor de mis amores;

yo gusté la miel sabrosa
de un vivir feliz, sereno,
lleno de fe sustanciosa...
puro vivir, todo lleno
de grandeza religiosa...

Pan el trabajo me daba,
la paz me lo equilibraba,
la fe me lo dirigía,
el amor me lo alegraba
y Dios me lo bendecía...

¡Santo vivir cuya historia
como una reliquia encierra
la llave de mi memoria!
¡Era lo que hay en la tierra
más parecido a la gloria!

Y otro día —¡turbio día!—,
la misma mano que el cielo
de mis venturas teñía
con luz de rosa que un velo
de eterna aurora fingía,

trajo nubes por Oriente,
vibró el relámpago ardiente
con cárdenos resplandores...
¡y el rayo cayó en la frente
del amor de mis amores!

Y he sentido en torno mío
las tinieblas del vacío
con sus hondas ansiedades,
y he sentido todo el frío
de las grandes soledades...

Y he gritado en la arenosa
solitaria inmensidad
con ronca voz clamorosa:
¡No hay soledad dolorosa
como esta mi soledad!

                        II

Una noche, una doliente
noche de angustia empapada,
noche de místico ambiente,
que tenía el peso ingente
de la culpa consumada...,

una noche religiosa,
fúnebremente sentida,
místicamente radiosa,
hondamente entristecida
y ardientemente amorosa...,

muchedumbre de creyentes
doloridos, reverentes,
apiñados, silenciosos,
bajas las pálidas frentes,
turbios los ojos llorosos,

llevaban, triste, adelante
del cortejo entristecido,
la imagen interesante
de la Madre más amante
del hijo más dolorido.

La miré con alma llena
de luz y calor de fe;
la vi sola, la vi buena,
y al abismo de su pena
con el alma me asomé.

¡Gran Dios! Tan honda y oscura
la sima de la amargura
mi sentimiento entrevió,
que el vértigo de la hondura
mi mente desvaneció.

Y así me dijo el sentido:
—Ésa no es extraña humana
que humano amor ha perdido:
¡es la Virgen soberana
que Madre de un Dios ha sido!

Lo dio por la pecadora
loca y ciega Humanidad...
El Mártir ha muerto ahora...
¡la Madre de Cristo llora,
sin Cristo, su soledad!

Si siempre ha sido el amor
la medida del dolor,
di, pecador, ¿dónde has visto
duelo de madre mayor
que el de la Madre de Cristo?

                        III

¡Madre mía, débil fui!
Por no ver el hondo abismo
de tu dolor ante mí,
miré dentro de mí mismo,
y ante otro abismo me vi.

El abismo hondo y oscuro
del pecado más odioso
de este corazón impuro,
que es ingrato y veleidoso,
loco y ciego, torpe y duro.

¡Dulce estrella matutina!
¡Virgen de la Soledad!
¡Yo también puse una espina
sobre la frente divina
del Sol de la Humanidad!

Si Madre de Dios no fueras,
¿cómo el crimen perdonaras,
ni en mis lágrimas creyeras,
ni al Hijo por mí rogaras?

¡Madre mía, madre mía!
Llorando yo soledades
que eran como una agonía,
dije que nadie sufría
tan horrendas ansiedades.

Y hoy, que, al ver tu duelo santo,
vislumbré, anegado en llanto,
un punto de tu grandeza,
me han causado igual espanto
tu dolor y mi flaqueza.

¡Dolorida gran Señora!,
tu soledad, ¡ay!, ha sido
la segunda redentora
de este corazón herido
que en tu soledad te adora.

autógrafo

José María Gabriel y Galán


«Religiosas» (1906)

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