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SEMBRADOR PLANETARIO

Suda el hacha con lágrimas del árbol.
Ha cortado secretos de ríos encerrados.
Aortas vegetales, fetos de primaveras,
sangre de verde sonoro;
guillotina de esencias, todo dejándolo
como la tempestad que de repente
deja harapos de trinos en ataúd de viento.
Pero tú eres el bosque. Todo el bosque.
Tu gesto de novillo y fe de lirio;
tu desatado corazón sin pecho, tu corazón,
que está lleno de pétalos y piedras,
tu corazón,
que te sale por todos los caminos,
que te busca buscando no quedarse contigo.
Tu corazón: esencia de guitarra,
pájaro para el árbol de tu cuerpo,
tú siempre lo has hallado por el aire
igual que el bronce loco de la pascua que pone
rabioso al campanario. Tú siempre lo has hallado
precipitado y grande, repetido y sin ropa
como un poco de sol tirado en olas;
casi nada, casi todo,
va quitándose carne para quitarse tiempo,
va subiendo su barro, no subiendo
lo mismo que el tumor defendiendo la vida.
¿Para qué detenerte?
Si tu desequilibrio que hace alondras, si el viento
que exprime tu acordeón y sangra, solo vienen
del huracán dormido, del huracán que espera
tu paciencia de olfato
para encontrar mariscos en la rosa de carne,
para tirarle el Cosmos en una gota blanca,
para saber
a qué saben los siglos de un instante,
de un instante que cae como gota con gente,
la saliva de Dios —que tú escupes a veces—
así, como si a ratos, fabricaras edades.
Y ahora, solo ahora,
huyendo hacia tus dedos que no son las fronteras
del azul acueducto de tus venas, se agolpan
líquidas emociones, gritándote lo mismo
que el escándalo mudo de la mano de novia;
huyen hacia ti mismo, y hay algo que te piden
más allá de lo espeso de la palabra gente,
un poco más allá
de las naciones muertas de los mapas.
La mañana es tan clara que te sube a los ojos la palabra.
Te va poniendo ausente
algo que como el niño con el barro
no se ensucia.
Esto tal vez es tuyo, pero es alto,
a pesar de tu piel,
de tu piel que no defiende lo que piensas.
Y de algún pueblo oscuro que duerme en la montaña
viene tal vez la voz,
como un poco de agua no tocada,
agarrada del aire,
y fuertemente unida su pureza tan blanda,
lo mismo que los poros de los versos,
lo mismo que los poros de la locomotora.
Es raro que estas cosas no comprendan,
pero se va poniendo las leguas en los pies
el hambre que conversa de unidad en su catre,
pese al peso del Peso, y a los pasos
de los perros, ya el cielo
te pone azul la gota del agua de tu frente.

autógrafo

Manuel del Cabral


«Pedrada planetaria» (1958)

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