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HORA XXXVII

INMORTALIDAD

Teme el amor la muerte aborrecida;
Pero no la del cuerpo, fácil muerte,
Perpetua compañera de la vida.

Ella no sólo en polvo nos convierte,
No sólo nos envuelve en noche oscura,
Ni son todos sus golpes de esa suerte.

Callada, sin cavarles sepultura,
Mata al mozo robusto en el anciano
Y en el mozo a la tierna criatura.

Pensando en lo que fui, pregunto en vano
«¿Dónde está aquel garzón tan inocente?
¿Qué se hizo aquel mancebo tan lozano?»

Muertos yacen sin tumba. Solamente
La muerte entre sepulcros nos aterra,
Y lloramos, llamándola inclemente,

Sin recordar a los que en sorda guerra
Cayeron sin despojos, sin ruido,
Como mueren los pobres en la tierra.

Muy temprano desnudas nuestro nido,
¡Oh Muerte! ¡Oh Muerte! Con tardío duelo
El bien lloramos que por siempre es ido.

No a ti teme el Amor, hijo del cielo,
Compañero inmortal de los querubes,
Celeste huésped en corpóreo velo.

Tú, monstruo vil, a su dosel no subes:
Fuego etéreo es su ser: nació en regiones
Más altas que los montes y las nubes.

Fundó Amor para el alma sus mansiones,
Y aunque en torno ruinas aglomeres,
No podrás derribar sus torreones.

A la Belleza y Juventud las hieres
Con mudas flechas: mas de Amor divino
Profanar el sagrario nunca esperes.

Abre Amor un oasis peregrino,
Donde paran su curso arrebatado
Los años, que te sirven, y el Destino.

En medio de los tiempos su reinado
Principia, y es eterno; ni mundanas
Miserias turban su dichoso estado.

En balde esparcirás precoces canas,
Y aun túmulo alzarás a los amantes;
Siempre serán tus asechanzas vanas.

En pobreza y vejez perseverantes
Ellos aman: muriendo acá en el suelo,
Tórnanse allá donde se amaron antes.

No entibiarás su fuego con tu hielo,
No turbarás con tu inquietud su calma;
Tú eres, Muerte, del mundo; Amor, del cielo.

Mas ¡ay! deslustra del amor la palma
Que a la muerte del cuerpo ajena crece,
El pecado cruel que mata el alma.

Si la Fe no le alumbra, se oscurece;
Cae, si la Esperanza no le alienta;
Si Caridad le falta, Amor fallece.

Muere aquel a quien aire no sustenta,
Y Amor, vida del alma y su alegría,
No de aire, de virtudes se alimenta.

Contémplalo, y no temas, Cintia mía,
Los males de fortuna o breve ausencia;
Teme frivolidad y alevosía.

Son amargos recelos la dolencia
Única del Amor; su muerte, olvido;
Veniales culpas minan su existencia.

Le restaura el perdón apetecido:
Recuerdos bellos de inocente historia
Endulzan, y esperanzas, su gemido.

¡Nubes disipa, Cintia, en mi memoria;
Oirás entonces resonar mis cantos,
Verás entonces renacer mi gloria!

¡Quién pudiera ser santo cual los santos!
¡Quién pudiera del mundo en los senderos,
En medio de aflicciones y de llantos.

Sin temblar de la muerte golpes fieros,
Vivir cual los vivientes inmortales.
Amar cual los amantes verdaderos!

¡Oh Cintia! ángel de paz, que los umbrales
Franqueas de otro mundo con tu lloro,
¡No desprecies de amor promesas tales!

¡Alza en tus alas el común tesoro,
Tú que sabes orar, tú que eres buena;
Álzale al cielo, y con anillo de oro
Fija en la eternidad nuestra cadena!

autógrafo

Miguel Antonio Caro


«Horas de amor» (1871)

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