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POEMA DE VIDA. CANTO SEGUNDO
Epitalamio

                  I

Resplandece la bóveda infinita
con el fuego abrasante del verano
y, en la inmensa extensión, el soberano
elemento prolífico palpita.

La vida, como el alma de Afrodita,
todo lo enciende: al hongo en el pantano,
al ave y al cuadrúpedo en el llano
y en el huerto a la humilde bellorita.

Exhalan sus aromas penetrantes
el apio y la silvestre madreselva
y el laurel odorífero retoña.

Y al balar de los hatos trashumantes,
en lo más escondido de la selva
tañe Pan su dulcísima zampoña.

                  II

Son las bodas campestres de las flores.
Al beso del amor, antes latente,
estremece sus ondas el ambiente,
írguense los estambres tembladores.

Se impregnan los insectos zumbadores
en el polen de oro refulgente
y al par le lleva en su regazo ardiente
el viento grácil esparciendo olores.

¡Oh céfiro!, ¡oh abeja!, ¡oh mariposa!,
¡con qué ansiedad tan pudibunda espera
vuestra llegada la naciente rosa!

Posad sobre su cáliz que el deseo
desflora, mientras canta Primavera
los eróticos cantos de Himeneo.

                  III

Todo, al soplar las brisas tropicales,
mueve la sangre y todo a amar provoca.
Naturaleza entera es una boca
donde palpitan besos inmortales.

Requiébranse en la rama los turpiales
lanzando su canción alegre y loca
y, en la cortante arista de la roca,
se acarician las águilas reales.

Tálamo de las tiernas golondrinas
es el aire, del tigre la espelunca,
del triscador ganado las colinas...

Nada tu fuerza poderosa trunca,
pues, renaciendo tú de las ruinas
¡oh fecundante Amor, no mueres nunca!

Manuel José Othón


«Poemas Rústicos» (1902)

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