ADIOSES
NUESTRO ADIÓS
¡Si no sabía llorar...! Jamás su frente
se dobló a los pesares.
Fue siempre la mujer indiferente,
la diosa a recibir acostumbrada
incienso de alabanza en sus altares.
Amor junto a ella humilde
las alas plegó inquietas,
y repitió a su oído suplicante
el cántico de amor de los poetas.
Y acaso el aura fría
de la noche besando sus cabellos,
en un vago sollozo le traía
una voz de ultratumba en que gemía
el adiós postrimer de alguno de ellos.
Mas no sabía llorar...
Y, aquella tarde,
—una tarde sin luz, triste y lluviosa—,
inclinó la cabeza silenciosa
así como las blandas florecillas
que hirió la tempestad. Los soberanos
ojos cubriose con entrambas manos
y el llanto desbordó por sus mejillas.
Lloraba, sí, lloraba.... De rodillas,
yo, traspasado de dolor, le hablaba...
Pero ella no me oía;
¡callaba, sollozaba, se moría...!
Sólo sentí su mano que temblaba
desesperada al estrechar la mía.
Era aquel nuestro adiós. Era el momento
solemne de pasión y de tormento
de un amor inmortal. Eran dos almas
locamente estrechadas en el fuerte
nupcial abrazo de una sola vida,
que separaba, haciéndolas pedazos,
la mano inexorable de la suerte
con el fúnebre adiós de la partida.
Y lloraba en mis brazos... Y lloraba
con tan triste y profundo desconsuelo,
que en tan lúgubre, tarde parecía
que al mirarla llorar lloraba el cielo
y que por ella se enlutaba el día.
Y mojaba la lluvia su semblante,
su semblante tan pálido y tan bello,
y el viento de la tarde sollozante
agitaba en desorden su cabello.
Yo lo hablaba, le hablaba.... No me oía...
Solamente su mano temblorosa
se estrechaba convulsa con la mía.
Así fue nuestro adiós... Toda mi alma
dejé en sus labios con pasión opresos,
y me traje la suya, que bebieron
en sus ardientes lágrimas mis besos.
Manuel María Flores