LO QUE ÉL PENSÓ
[Traducción de Heather McHugh]
para Fabio Doplicher
Supuestamente íbamos a hacer un trabajo en Italia
y, bien ufanos con nosotros mismos
(con nuestra conciencia de ser
Poetas Norteamericanos), viajamos
de Roma a Fano, conocimos
al alcalde, meditamos
sobre un par de asuntos (qué significa
cheap date, nos preguntaron; qué significa
flat drink). Entre los literatos italianos
reconocimos a nuestros iguales:
el académico, el apologista,
el arrogante, el apasionado,
el descarado y el ocurrente; y había un
responsable (el conservador), con traje
gris reglamentario que, como un buen guía turístico,
a un ritmo pausado y tono neutro describía
las vistas y las historias por las que nos conducía la furgoneta alquilada.
De todos ellos, era el más político y el menos poético,
o eso parecía. En nuestros últimos días en Roma
(cuando ya todos los Bardos del Nuevo Mundo se habían marchado excepto tres)
encontré un libro de poemas escrito
por este tan discreto: ahí estaba,
en la habitación de la pensione (por él recomendada)
donde debía haber sido abandonado por
el visitante alemán (¿llenaban ellos un autobús?)
dedicado y fechado hacía un mes.
Tampoco yo sabía italiano, así que volví a guardar
el libro en el fondo del armario. Los norteamericanos rezagados
regresábamos al día siguiente. Para la tarde de la víspera
escogió nuestro anfitrión un restaurante familiar, y allí
nos sentamos y charlamos, nos sentamos y comimos,
hasta que, sintiendo que era nuestra última
gran ocasión de ser poéticos, dejar
nuestra impronta, alguien preguntó:
«¿Qué es poesía?
¿Es la fruta y la verdura y
el mercado del Campo dei Fiori, o
la estatua de la plaza?» Como yo era
la ocurrente, en seguida di con
la respuesta, no tuve que pensar: «Las dos cosas
son ciertas, las dos cosas», les solté. Pero eso
fue lo fácil. La respuesta fácil. Lo que vino después
me dio una lección sobre lo difícil,
pues nuestro infravalorado anfitrión tomó la palabra,
de pronto, con una pasión creciente, y dijo:
La estatua representa a Giordano Bruno,
a quien trajeron a la plaza pública para quemarlo
por su ofensa contra
la autoridad, que es como decir
la Iglesia. Su crimen fue creer
que el universo no gira alrededor
del ser humano: Dios no es
un punto fijo ni el gobierno principal, sino que
se derrama en oleadas entre todas las cosas. Todas las cosas
se mueven. «Si Dios no es la propia alma, Él es
el alma del alma del mundo». Esa fue
su herejía. El día que lo trajeron
para morir, temían que pudiera
soliviantar a la multitud (era famoso
por su elocuencia). Así que sus captores
le pusieron sobre el rostro
una máscara de hierro, la cual
le impedía hablar. Así es
como lo quemaron. Así
murió: sin una palabra, delante
de todo el mundo.
Y poesía
—(todos
habíamos soltado ya los cubiertos para escuchar
al hombre de gris; continuó
en voz baja)—
poesía es lo que
él pensó, aunque no lo dijera.
Natalia Carbajosa