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HISTORIA DE LA NOCHE
Fragmento VI

Y aquí,
en el esplendor escalonado de este territorio,
donde los pasos feraces del universo
congregaron el magisterio de su opulencia;
el hombre erige parapetos de ónice,
labra caballos de frisa
y transforma la belleza del paisaje
en un anfiteatro de patíbulos y desechos.
Bajo un poncho de silicio
desaparece el hombre
con su mobiliario de nervio indómito,
castigado en los balcones de una péndola inmóvil,
confundiéndose con los orígenes de la libertad.

Capitanes blindados como un erizo,
sedientos de jinetas y de oro,
haciendo sudar los enigmas manchados
de la nomenclatura del aliño,
durante siglos pasaron,
en todas las direcciones,
escupiendo al espíritu de nuestros tambores:

Entre Dios, la espada y la lanza;
entre Dios, el cepo y el torniquete;
entre Dios, la horca y el fusil;
entre Dios, el bombardeo y el destierro,
y entre Dios y las multitudes que desaparecían
con las amables teorías de los sabios humanistas;
en las riberas de los estambres,
por donde tenía que pasar la vida,
ellos legaron a nuestros poros
la afilada jurisprudencia de los cuchillos.

En la conciencia de los museos de historia
con sus modelos de ejemplos nacionales,
donde se filtra la memoria de la humanidad:
al pobre, al mísero,
al que padeció de hambre,
al que fue reventado por los guardias de la libertad,
hoy lo desvanecen
en los alambiques presidenciales,
como un ejemplo de:

¡Viva la patria, mierda!

El propietario de nuestro paisaje,
envilecido con la gula de su raro testamento,
a escondida de las multitudes celebra
la erudición de su diáfano dominio,
como el pescador hambriento,
que al final de la ruta del salmón,
en una celada lanza la red
y luego se retira cantando
a los salones de su fortaleza.

¿Porqué nos traen tanta lluvia?
¿Porqué cae sobre nosotros
la quijada del azufre?

Ellos salen a buscarnos
a los intestinos de la tierra:
entran a manosear el nido de los pájaros
y sacuden las sombras de los muertos
para saber donde están nuestros pies,
para hacernos esclavos en nombre de la patria,
de Dios y otros criminales menores.

Me trajeron desde la magia de la selva
y la agitación de las hojas
con su inalterables manufacturas de farmacias
no fueron testigos:
las ramas en los bosques
no escuchan los reflejos que caen
dilatados por la pólvora
o el malvado puñal.

¡Allí, no hay nada!
¡Siempre está,
todo vacío!

Los mismos que engordan
los intestinos áridos del dólar
con las fibras de nuestras famélicas cucharas,
hoy nos quitan las escaleras de la proteína,
niegan el fuego de nuestras danzas
y juegan al fútbol con nuestra emancipación.

¿Qué cambió?
¿Quiénes son
los nuevos conquistadores?

Hasta aquí me trajeron desnudo
para que no insista en mis sueños
y no perturbe el saqueo
al aroma ancestral de nuestras begonias,
y como el ave que canta,
muera de desolación
y para siempre.

Pero la doctrina del viento
continua rodando en los intestinos de la materia,
muy sujeta al ejercicio caótico de su proeza,
como los genotipos del bejín
que despliega las vigas
de los negros domos musculares
en las fisuras parietales de una celda
y es.

En el balancín de este cautiverio
sigo de poro en poro
la eólica cabalgata del viento,
hasta perderme en las fértiles galerías
de los impertérritos volcanes andinos.

Salgo de viaje:
libre, donde nadie me toca;
libre, para danzar con el agua.
Libre.

Elías Letelier


Elías Letelier

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