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EL SOL A MEDIODÍA

Era el día del día. Es decir, el momento justo en el que el verano se despereza ocioso a la orilla del río. Entre los árboles y bajo la apacible sombra me dedicaba a contemplar el entorno. El libro entre las manos se aburría detenido en la misma página desde hacía un largo rato. No me sorprendió verte, casi puedo decirte que formabas parte del paisaje. Edad indefinida e indefinible bajo un sombrero de paja y el jardinero que vestías. Te vi acercarte despreocupada y un poco por coquetería y otro poco porque a lo lejos veo mejor sin ellos, me saqué los anteojos. Sabía que me habías visto, no hoy, sino una semana atrás cuando yo bajaba del ómnibus en la terminal del pueblo. Aquella vez yo reparé en tu imagen: estabas sentada en una vieja Chevrolet, mordisqueando empeñosamente la uña de tu dedo pulgar izquierdo. Al pasar cargando mis petates, advertí que eras rubia, pecosa, piel tostada y curiosamente, no pude definir tu edad. Ahora, tu presencia me producía una extraña mezcla de inquietud y ansiedad. —Qué imbécil, —me dije—, qué podría pasar de extraordinario?. Ahora seguirías de largo y como siempre me sucede, ni siquiera me dirigirías una mirada. Eso estaba pensando cuando te escuché preguntarme por el camino hacia el bosque de pinos. Como caballero que soy, me puse de pie, y recogiendo mi gorra sobre el pecho, solo atiné a decirte: —¡hola...! al que sucedió un embarazoso silencio, del cual ninguno de los dos sabíamos como salir. Me hubiese gustado ser como esos tipos que tienen la palabra justa en el momento justo. Pero yo no, todo lo contrario, parecía un pato mudo. Pero, siempre hay un recurso a mano. Se me ocurrió preguntar si no te había visto antes, lo que era rigurosamente cierto. Touche!, pensé, te llevaste la mano al pelo rubio y las pecas se hicieron notables en tu rostro, al ruborizarse tu piel. No te imaginarás nunca que pasó por mi mente en ese momento, solo sé que esa, tu imagen de niña sorprendida robando caramelos a hurtadillas me enamoró para siempre. Me dijiste que sí y más aún, en tren de confesiones asumiste saber donde quedaba el camino por el cual preguntabas, comenzando a retroceder como para irte. —Esperá, te dije, —solo un minuto por favor. Te encogiste de hombros y yo dirigí mi mano hacia el césped como invitándote al más cómodo de los sofás. Sonreíste aceptando el convite y te sentaste con las piernas cruzadas en el césped, bajo el sol, a contraluz. No me gusta hablar de mí, así que me limité a escucharte hasta que la siesta hacia gritar desaforadamente a las chicharras y el sol se había escondido más allá de las copas de los árboles. Para esa altura ya nos habíamos fumado varios cigarrillos y conversábamos de cara al cielo, tumbados de espaldas y con los brazos a modo de almohada. Ambos éramos visitantes, yo de una vieja tía que vivía en una umbría casa con galería en medio del pueblo y vos visitabas a tu padre que se había establecido en ese lugar hacia ya un cierto tiempo. Yo no mentí, vos no mentiste, y es que nada nos preguntamos con respecto a nuestra vida de sentimientos, por eso, es obvio, nada dijimos. Tuve miedo y tuviste miedo, de preguntar, digo. El hambre se me había instalado en el medio del estómago, el que se quejaba haciendo uno que otro ruido que yo intentaba disimular con uno que otro carraspeo. Finalmente te incorporaste, desperezándote y yo desde abajo te veía, alta, delgada y rubia como una walkiria, en tanto que yo me sentía lo que soy, un cuarentón a medio camino entre la juventud que se aleja y la madurez que se hace notar en primeras canas, más un poco de panza haciendo juego. Noté que te agradó que te prestara atención, un mohín se dibujó en tu cara y me dijiste: —nos vemos—, contestando yo con lo que me imagino una boba sonrisa, mientras observaba como te ibas. Me cuento a mí mismo lo que sucedió después y casi no lo creo. Recuerdo la noche explotando azul al amparo del aroma de añejos azahares y yo buscando tu casa con las referencias que me habías dado, hasta que llegué a ella. Era una de dos pisos, con un ventanal al frente. Apreté el descolorido timbre y vi tu silueta recortada en la ventana. No era tarde, así que no me sentí imprudente pero sí impaciente. Abriste la puerta con un dedo sobre los labios, diciéndome: —papá duerme, en voz queda. Vuelta a mirarte y vuelta a enamorarme. Estabas hermosa, una blanca blusa dejaba ver tus hombros dorados y una pollera suelta, al estilo aldeana hacia que parecieras salida de cualquier cuadro alpino. Pude observar el brillo de tus ojos, que miraban directamente a los míos y tu rostro aniñado (treinta? Pensé), tus manos con los dedos con las uñas muy cortas (recordé tu imagen royéndolas), tu breve talle y el busto erguido, que se adivinaba tras el blanco de tu ropa. Todo eso en un instante, instante en el que hablando en voz baja te dije si querías dar una vuelta, como los chicos de antes, lo que motivó que te llevaras la mano a la boca para reprimir la risa y luego de mirar hacia arriba de la escalera, me dijiste: -vamos. Yo parecía un quinceañero, me sentía enérgico, fuerte, ganador. Vos caminaba con las manos unidas atrás, despacio, como saboreando la brisa fresca y el olor a jazmines. Anduvimos por todos lados esa noche, algún que otro curioso nos miraba para ver si sabía quienes éramos. Pero, en ese lugar no éramos nadie que pudiéramos importar, simplemente, éramos. Hablamos de todo, la mitad de tus gustos coincidía, la otra mitad era soportable. Creo que lo mismo te sucedía a vos. Nos sentamos en el único y pequeño pub del pueblo y nos contamos todas las historias y nos bebimos toda la cerveza y sentí la suave palma de tus manos en mi cara, mientras mi mano se atrevía a tu talle. Jerry Mulligan sonaba muy despacio en el ambiente cargado de humo envolviendo a los pocos parroquianos que quedábamos, te observé consultar el reloj de soslayo y al mejor estilo Bogart, me anticipé: es hora de irnos. Afuera la noche ya se ponía ropas de amanecer y un viento fresco contrastaba con el calor del lugar donde habíamos estado. Ni lo pensé, cubrí la desnudez de tus hombros con mis brazos atrayéndote hacia mí. Miraste la mano que te apoyaba como una especie de velado reproche y yo, lejos de amedrentarme te dije que no quería que te resfriaras, lo que te hizo soltar una espontánea carcajada, a la que me uní yo también de buena gana, pues todavía estaba algo tenso. Caminamos calle arriba, perseguidos ya por el rojizo horizonte hasta detenernos en una esmirriada plazoleta que solo tenía un banco de piedra y una retama florecida. Corté una flor y te adornaba el pelo cuando tomaste mi mano y la rozaste con los labios. Yo te miraba y vos me soñabas, vos me mirabas y yo te soñaba, el corazón al galope alborotado y mi boca buscando la tuya con desesperación, enfrentando la tuya, también desesperada. La siesta siguiente te hice el amor en una pequeña alcoba de hostería del pueblo cercano, luego de almorzar comida alemana. La habitación rezumaba una frescura contrastante con el calor que hacía afuera. El sol al mediodía iluminaba la sierra que observabas callada a través del velo de la cortina de voile. Un ventilador de techo desgarraba el aire y yo por casualidad me miré al espejo. La vida no me había tratado mal, todavía quedaba algún dejo de juventud en mi rostro y me sentía feliz de estar emocionado después de mucho tiempo. No tenía remordimientos, ese tiempo y ese espacio estaban lejos de mi tiempo y espacio real. Este último estaba a ochocientos kilómetros, en la ciudad llena de gente y de bruma, allí estaba Beatríz, la ya indiferente mujer con la que estaba casado hacia dieciocho años, allí estaban mis hijos adolescentes, indiferentes también, esperando de mí el papel de proveedor que me había auto-asignado. Allí estaba mi departamento mirando a Palermo, el club, los amigos, la rutina de mi trabajo bien pago, los atardeceres de golf, el Delta los domingos, el navegar desde Olivos, el Rolex, la computadora, el control de TV satelital, la cuatro por cuatro, los viajes, la american express, la casa del country, el jardinero, el auto de mi mujer, los políticos y el sobre que te insinuaban codiciosos que esperaban recibir si salía bien lo de la ley para meter el producto que mi empresa vendía y seguía la lista infinita. ¿Cómo diablos había levantado esas tremendas paredes?. Cómo había logrado complicarme así, qué me quedaba para el futuro? Ser naturista, hacerme devoto del Sai Baba y seguir paseándome por los mejores comederos de Puerto Madero, hablando siempre de marketing, mannegement, targets y seguir al pie de la letra el aburrido rito del establishment, con gordos pelados acompañados de sus flamantes esposas de no más de veinticinco, tetas de plástico y nariz de cirugía. Aspiré hondo, cerré los ojos y me acordé de aquel pibe de Villa Crespo, los pantalones oxford, la patria socialista, el cineclub, Elsestein, Woody Allen, Gabriela, mi Gaby, desaparecida después. Kant, Heidegger, Sartre, el matarse con moscato, pizza y fainá en los inmortales. Milicos, miedo y el tratar de mimetizarse lo más rápido posible en la facultad y meter la cabeza bajo la tierra y sacarla solamente para gritar los goles del setenta y ocho. No se si fue una hora o un instante, la mente volvió al lugar actual y te observé sentada en la cama observando con gesto adolescente las puntas de tu pelo para ver si estaban florecidas. Cuando te diste cuenta de que te miraba, levantaste los ojos, sonreíste y tendiste los brazos hacia mí. Me sentí flotar hacia vos, mis manos desabrochaban tu blusa mientras mi boca buscaba ansiosamente la tuya. Tus manos apresuradas desprendían mi camisa, las uñas rasgaban sutiles la piel de mi pecho. Te tomé de ambos brazos como para detenerte, mientras me mirabas sorprendida. Creo que te dije un clisé, algo como que la bebida buena debía disfrutarse despacio, te reíste parándote inmediatamente al lado de la cama. Mientras observabas mis reacciones, fui espectador de la máxima ofrenda de una mujer enamorada hacia su hombre. Te vi desnudarte despacio, delicadamente, sutilmente cada una de tus prendas caía y cada espacio de tu piel aparecía deslumbrando. ¡Ay! del rosa de tus generosos pezones, ¡Ay del balanceo de tus pechos, de la redondez de tus caderas, de la turgencia de tu vientre, de la colina de tu pubis. Cada nuevo elemento me clavaba una estaca en el pecho. Sabiamente me desnudaste con cuidado y tu boca recorrió con besos pequeñísimos el interior de mis muslos, hasta que llegaste a mi sexo que parecía querer tomar vuelo, mientras yo desfallecía, porque lo tratabas de igual modo al principio y luego de modo violento. Respondí besándote del mismo modo, despacio quietamente. Recorrí tus mesetas, las colinas de tus senos de tus glúteos, la planicie de tu vientre, de tu espalda, mordí tu boca como una granada madura y te penetré entre espasmos. No se cuanto tiempo pasó, sólo sé que cuando desperté ya era de noche, me sentía exprimido como un citrus, pero con una extraña sensación de sosiego total, no solo sexual, comprendí que el alma puede tener orgasmos. En la penumbra agucé el oído para escuchar tu respiración mientras estiraba mis brazos para tocarte. Fue inútil, ya no estabas. Desesperado encendí la luz y solo encontré un “te amo, por siempre” escrito con rimmel en el dorso del papel metalizado de la caja de cigarrillos. Te busqué enfebrecido, tu casa estaba cerrada. Al otro día pregunté en el pueblo por vos, me contaron que habías llevado a tu padre a la ciudad, el corazón dijeron. Pasé una semana entera frente a tu jardín y nada. Pasó un mes, Buenos Aires me reclamaba urgente, yo alegué que me encontraba enfermo y necesitaba una licencia. En cada mañana pasaba mirando a tu ventana, hasta que un día el corazón se aceleró, detrás del voile alguien miraba, me acerqué bien y vi a un hombre que me observaba curioso, había amanecido frío y el inminente otoño le prestaba al ambiente un tizne de melancolía, en el aire flotaba un olor a hojas quemadas. Era sólo el subconciente el que registraba el ambiente, mi mente alerta solo tenía un objetivo: la ventana. Pude ver, alucinado, la ventana, tu imagen, el hombre joven y de barba que te acariciaba el pelo y a mí mismo aferrado a la reja por un instante.

                          Y a este qué le pasa? Preguntó él. Vaya una a saber, le respondió ella al tiempo que adorablemente le tomó los brazos para que éste la rodeara por detrás. ¿Es increíble... no? . ¡Anda cada loco suelto dando vuelta en esta época!

Jorge Medina


Jorge Medina

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