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EL PARAÍSO ADQUIRIÓ TINTES MELODRAMÁTICOS

Gastamos las palabras
como si fuéramos capaces
de expresarlas
con la fuerza del trueno.

En alardes plagados de melancolía
atestiguamos el paso de los años
y la memoria
se llevó los instantes dolorosos.

Nos empeñamos
en romper los parapetos
donde la modorra
permanece escondida,
como promesa
que no se cumple
ni otorga esperanzas
a los que dejamos el sueño.

A los que nos extraviamos por la noche
y gastamos las palabras
transformadas en gritos,
como si pudiéramos
conmover a las putas
que atestiguaron andanzas por la calle
de las palmeras imposibles
y las farolas rojas
bajo la lluvia
pertinaz del invierno.

No gritamos
demasiado fuerte
en el instante
en que debimos hacerlo.

Junto a una cerveza helada
hablamos de política,
de inflación
y esquemas mercantiles.

Analizamos el paso de los años
y los años
devoraron
los buenos propósitos;
la charla inagotable,
pronunciada
en voz cada vez
más baja.

El país era una farsa
y nos arrastró
a todos sin sentido.

La lluvia
se llevó el sabor de la resaca
al sitio donde las sombras
se manifiestan salobres.

El amor
desapareció amargo
entre la noche.

Las manos siguieron añorando
el tacto dulce del durazno
y la mirada conspicua del pasado,
donde la realidad era tan amplia,
como el sueño inmortal
de un dios indestructible.

Los flamboyanes
pintaron de rojo las tardes llamaradas
y la mirada
se adentró
en las siluetas
de las muchachas
multiplicadas por el verano
y la noche serpentina,
la que fue propicia
para los giros,
las sombras
y los recovecos,
el eco infinito de los besos
y el amor que soñamos para siempre.

El cine al aire libre
nos proyectó
más allá de las tardes estivales
y la pantalla sucia
y la gayola donde encontramos refugio,
para gritar desenfrenados y tan fuerte
como Tarzán
el de los Monos,
al aferrar con fuerza
los sueños
que dejaron de pertenecernos
sin saberlo.

Había que burlar la vigilancia
y aparentar dieciocho
en plenos quince,
cuando las actrices eran las únicas
que se desnudaban para nosotros
sin importar nuestra miseria.

Las lluvias
se presentaban puntuales
y los partidos de futbol
eran tan interminables
como las promesas del futuro
empeñadas en alcanzar las huellas
del Valiant 68
donde comenzó la carretera.

Resulta difícil recordarlo
y esbozar la sonrisa plena
estrenada al inicio de junio,
cuando el luto era inexistente
y la carretera se prolongaba
entre las lluvias
que no eran escasas,
el miedo
y la luz
eterna de los astros.

Las aguas eran transparentes
como el arroyo que convertimos en río,
en cauce imprevisible,
en exploración ilimitada,
cuando los cohetes
alcanzaron la luna
y las manos eran capaces
de contener la corriente
y mantener océanos límpidos
en el cuenco de las manos.

Aún no nos desalentaba Jagger
y Marshall McLuhan
era un desconocido,
entre las motocicletas,
las luciérnagas
y el baile frenético
de una noche setentera
y septembrina,
como el verano
a punto de alejarse
entre los libros
arrastrados por el viento,
hasta el sitio
donde la historia
no había sido escrita por nosotros.

Las palabras no eran nuestras,
se manifestaban ajenas
y Dios permanecía ausente
en los meses de la canícula
y en los otros meses
en que las palabras
intentaban pronunciarse
para convocar a Dios
y la esperanza.

A nosotros
nos empujaba el viento
y nos arrastraban los huracanes
en el Golfo de México.

Nuestro rumbo era inexistente
Y a nadie le importaba,
de todos modos,
el raciocinio
no nos dejaba en paz,
aunque en ese entonces
no supiéramos
que la tranquilidad no existe
y que es un mero invento
de los hombres.

Nosotros
la inventábamos siempre.

Surgía en las tardes
en que las fichas de dominó
sustentaban los sueños.

Las tardes
eternizaron nuestras figuras
en el barrio.

Nos hicieron inmutables
entre dos calles.

El tiempo
nos encontraba constantes
al acecho
del amor imposible,
cuando la ternura
necesaria para sobrevivir
estaba al alcance de la mano,
en cualquier muchacha benévola
descubierta en la tarde encendida.

No fuimos devorados por la noche,
aunque abreváramos tantas veces
en lo obscuro,
en los rincones,
en las banquetas sucias
y en la noche
que se manifestaba cómplice,
para descubrir abrevaderos.

La sed era inagotable
y el reloj de la iglesia
nos avisaba
la llegada de las horas.

Las horas incontables
en que la sed
se manifestaba sin remedio.

El Valiant 68
era veloz en el 75,
o así lo creíamos,
o así lo creyeron,
o así quisieron creerlo,
los tripulantes intrépidos,
las amigas incansables,
los envidiosos,
los testigos,
la ciudad sin tráfico
y los autos veloces.

El Valiant 68
era poderoso.

Resistía las inclemencias
a las que era sometido,
aunque una tarde
pareció temblar
y se detuvo
eternamente.

Los días
no siempre eran festivos
y nos acostumbramos a verlos
sucederse sin explicación alguna.

Algunos trazaron
la estética del tropiezo
y otros se empeñaron
en volverla explicable,
mientras el sol
calcinaba los huesos,
en las tardes
propicias para desfilar
por las plazas,
al redoble incesante
del corazón
que no conocía la pena
y no quería saber
que los días
no siempre
son festivos.

No nos importaba llorar
de vez en cuando,
a veces
ni siquiera
comprendíamos la pena.

Era quizá tan recurrente,
como la sonrisa,
como los sueños
que no admitían desengaños
ni cansancio,
en la vigilia
donde el día y la noche
eran semejantes
y la pena
tan cotidiana
y tan pasajera
como la naturaleza
misma del tiempo.

Los colores
eran más intensos
y la banda interpretaba
letras nuevas,
donde las buenas vibraciones
fueron cambiadas poco a poco,
por un desencanto interminable.

Los jueces nos entregaron
la medida de las cosas
y las cosas se negaron
a manifestarse.

Tu voz
se adentró en la nada
y Celia Cruz
se dejó escuchar en la rockola
donde los Beatles
le dejaban poco espacio.

Tu voz
estremeció
mis huesos.

A veces
se recrudece
la nostalgia,
aparece
y parece
interminable,
pero nunca se ausenta
y uno sigue estancado
en los días que se fueron para siempre.

Los días que llevamos dentro.

Nos llenaron de huellas,
de trazos finos,
de sonrisas perpetuas,
heridas pertinaces
que no se fueron
y se negaron
a ausentarse del todo.

Las sonrisas recíprocas
eslabonaron ciudades
y construcciones permanentes
que se creyeron a salvo
de la multitud.

La ciudad
se descubrió invadida.

Había crecido demasiado pronto.

Quizá su adolescencia
ya había durado demasiado
y era el instante justo,
aunque nadie podía saberlo,
de extender las calles
por las huertas
y los lotes baldíos,
hasta donde descubrieron
alacranes y tarántulas,
en otra ciudad
subterránea.

La ciudad no era luminosa
y apenas figuraba en los mapas
del tráfico obligado.

Los músicos
deseaban sonar como
La Internacional Orquesta Tampico
del maestro Claudio Rosas
y nunca pudieron conseguirlo.
Tampoco fueron tan famosos
como Pérez Prado
y Glenn Miller
estaba aún más lejos.

Tan distante como la capital
que determinaba triunfos.

Un niño miró los carteles del cine,
se detuvo
entre el blanco y negro
de las fotografías inagotables.

Durante mil años
se perdió en las sombras.

Antes de reanudar su marcha,
sobre mosaicos grises
y la calle desierta
poco después del ocaso.

A sus espaldas
también se apagaron
las lámparas
y los carteles
se volvieron fugitivos.

Una paleta de limón,
dos de tamarindo,
y una de fresa.

Todas de agua
y la bicicleta
esperando en la sombra.

El limonero y el tamarindo
crecían en cualquier solar,
las fresas llegaban del centro
de un país remoto,
del mismo sitio
de donde Raúl
trajo un Mustang,
más allá de la distancia marciana,
donde se alzaban nuestras naves
y Led Zeppelin
inauguraba conciertos.

Nos ofrecieron triunfar
y nos preparamos para vencer.

No nos contaron la historia completa
y desamparados
atestiguamos la caída,
de una generación entera,
mientras el futbol
arrastraba multitudes
y el olvido
era tenaz
como la lluvia
y se arraigaba en la noche.

El olvido
era constante,
pocos recuerdan
los rostros que ofrecieron
a  las cámaras.

Los rostros
consumidos
por la lluvia que no cesa.

Los muchachos se llenaron
de arrugas.

El Fiero y el Topaz
y el Pontiac y el Galaxie
sustituyeron al Barracuda
y al Falcon
y al Valiant,
pero ya nadie
quiso adentrarse
en la carretera,
ni emprender
la búsqueda del río.

El mar
estaba demasiado lejos.

Los muchachos
ya no pudieron recordarlo
y se olvidaron de sí mismos.

A veces,
como hoy,
arrecia el invierno
y las voces
vuelven repetidas,
para contar las mismas historias,
aunque siempre queda espacio
para volver a inventarlas.

Un día
supe que en la calle siguiente,
un hombre había sido asesinado,
nunca imaginé que lo habían matado mis amigos,
los mismos
del partido de futbol inacabable
en el cauce del río seco
y el polvo sempiterno;
los inculpados alquilaban bicicletas
para rondar muchachas
de vestidos claros,
y calcetas blancas.

El hombre irreconocible
mostraba tajos en las manos
y en los brazos
tras romper
a golpes el parabrisas
del auto
desde donde lo habían insultado.

La herida que lo mató
apenas sangraba.

Estaba oculta
entre las otras heridas
y nadie pudo notarla.

Mis amigos
lo llevaron al hospital
y no pudieron escapar a tiempo.

Al otro día,
los diarios hablaron,
del hombre victimado
por sus propios amigos.

Los que rentaban bicicletas
y jugaban futbol contra nosotros.

Mis amigos fueron liberados.

Pudieron comprobar su inocencia,
pero nunca más
volvimos a encontrarnos por la tarde.

No es bueno contar estas historias,
siempre se corre el riesgo
de inventar un poco,
de añadir colores y metáforas,
para sustituir los lugares comunes
que atestiguaron historias,
donde los muertos
fueron menos frecuentes
que los vivos.

Nadie puede decir
que estuvo solo,
todos lo estuvimos siempre.
Rita Coolidge
se encargó de confirmarlo
con la autocompasión
de una diva
que no tenía motivo alguno
para quejarse.

Quizá sólo posaba,
como La Foca
acostumbraba hacerlo
en los llanos,
al tirar a gol
o al driblar un contrario,
porque La Foca
posaba más que nosotros
y no por eso anotaba más goles.

Sólo ganamos un campeonato.

Nada más uno,
a pesar de las estrategias imbatibles,
los integrantes,
la amistad
y nuestra autoevaluación
que siempre era favorable,
pero los rivales
no nos dieron ocasión de demostrarlo,
o quizá dejamos de pagar el arbitraje.

A la fecha,
no hemos encontrado
justificación alguna,
para explicar
la falta de victorias.

Nos consuela
pensar que un día
ganaremos el torneo
de veteranos
bajo un sol
cada vez más inclemente.

Siempre pensamos
que entre las huestes
que engrosaron nuestros equipos,
hubo muchos,
quizá no tantos,
de calidad inusitada,
de buen manejo de bola,
de disparos contundentes,
de liderazgo natural,
pero ninguno
se acercó
a la primera división.

Los candidatos alegaron
incompatibilidad con los estudios
y prefirieron las aulas,
aunque los profesionales
no siempre fueran tan buenos.

Alguna vez
jugamos preliminares
del futbol asalariado
en estadios
que se llenaron
poco después
de marcharnos.

En los buenos tiempos,
enfrentamos a dos o tres cuadros
de la primera y la segunda división,
sin parecer tan malos,
no fue muy difícil,
arrancar dos empates,
luchar sin complejos
y comprobar
la vulnerabilidad
de los rivales.

Los huracanes
nos sorprendían
de vez en cuando.

Éramos arrastrados
por las rachas terribles del viento,
como embarcaciones inservibles
que no lograban mantener el rumbo
en la noche
que no dejaba de ser cómplice,
para enardecer los sentidos
y acrecentar las dudas,
porque los elementos
y el raciocinio,
no nos dejaban en paz.

No lograban los relámpagos
mantener la luz encendida.

Toda respuesta parecía distante,
entreverada con las nubes
que ocultaban el puerto.

La arena se deslizaba entre los dedos
como una clepsidra desquiciada,
en la playa del sol interminable
donde la luz alimentaba fogatas
que ardían durante la noche entera.

El tiempo
era un reloj de arena
sin confines.

El laberinto perenne,
la simetría
circunscrita por la nada.

No sé cuando comenzamos a extrañarnos
y a dejar en el pasado las miradas.

Quizá fue necesario,
quizá lo necesitamos todos.

No quiero decir
que sólo vivamos de recuerdos,
pero aquellos tiempos,
parecen más reales,
más próximos
y menos injustos,
aunque no abunden
las historias felices.

Quizá no hacemos nada
distinto a lo que hicieron otros.

Los que un día se descubrieron
inmersos en la memoria,
para extraer fortaleza de los sueños.

Las piedras volaban
de un lado a otro del río.

Las resorteras y las hondas
eran las armas elegidas
para el combate interminable
que libraban dos grupos
de adolescentes.

Una piedra reventó
miradas
y prohibieron
todo combate
a peñascazos.

Los domingos
íbamos al matiné
y a la función que comenzaba
a las dos de la tarde.

Apenas quedaba tiempo
para el traslado oportuno,
el baño,
el cambio de ropa,
y para caminar
quince o veinte calles
bajo el sol despiadado.

La función de la tarde
terminaba alrededor de las seis,
cuando la brillantina comenzaba
a dejar rastros húmedos en las sienes
y en el cuello de las camisas estridentes.

El sol quizá era más intenso.

Nosotros nunca nos quejamos.

Nos esperaba
una banca de la plaza,
la de la esquina,
donde nos sentábamos
en el respaldo,
para mirar mejor
a las muchachas.

Un estéreo de ocho tracks
proporcionaba la música
y a veces desgastaba
la batería
del Impala de Marco
que no sentía preferencia
alguna por el rock
y nos aturdía
con Leo Dan, Palito Ortega,
Celia Cruz y José Alfredo.

Tu voz
se adentró en la nada.

Tu voz
era el eco
de mis palabras
profundamente repetidas.

Tu voz
era mi voz
y nunca lo supe.

Confundido
como estaba
en encestar más puntos,
en descubrirme goleador
y en dibujar otras líneas.

El hombre
se acostumbró a caminar la luna
y la muerte visitó mi casa.

Llovía la tarde de enero
en que falleció papá.

Las lluvias parecieron
prolongarse
muchos meses.

El invierno
se hizo más triste
y sólo ahora puedo advertirlo.

Ya no tengo miedo
de manifestar mi pena
y puedo hablar de la ausencia
y el desconcierto
donde me extravié tantos años,
como si mi voz
hubiera sido intimidada por la lluvia.

Tu voz
dejó de acompañarme.

Tu voz
se volvió imprecisa.

Tu voz
desapareció entre las aguas
de las tormentas infinitas,
el viento del norte,
las sombras,
el invierno
y la marea
empecinada
en ir
y venir
sin ti.

El sol
era una llamarada
y el río
estaba lleno de pozas
donde crecían las acamayas.

El sol
era una fogata,
una ensalada de locos,
la guerra interminable,
un bonzo incandescente,
la miseria repetida,
el país sobre las brasas,
la farsa enmascarada
y el sol arriba,
en lo más alto,
no daba tregua
al espíritu
que anhelaba
subir hasta
las llamas.

La lumbre
ardía en todas partes,
aunque algunas veces
se transformara en tedio,
asombro,
protesta,
indiferencia colectiva
y rescoldos
sin juicio.

La hoguera
fundió
voluntades,
confundió
propósitos
y el humo
alimentó
las nubes.

Las hizo subir
aún más alto.

La razón
se confunde,
las encrucijadas
no son bien resueltas.

Una guitarra
despedaza el cielo.

La voluntad
es flexible.

El Kepler
se volvió loco.

La última vez que lo vi
le regalé una chamarra
y una cobija.

Tropezamos
cuando tocó
la puerta de mi casa en 1979,
sin saber
que iba a encontrarme.

Ya no sonreía
como cuando jugábamos
futbol en el parque.

Apenas habían pasado cinco años.

Los símbolos
se volvieron imprecisos.

La autoridad fue cuestionada
y muchos quisieron ser la autoridad.

Otros decidieron ignorarla
y fueron apresados
por algo aún más fuerte.

Dicen que el Kepler
tuvo un mal viaje
y caminó en las sombras
hasta que fue sorprendido
por una golpiza.

La misma noche que Monterrey
festejaba el campeonato de los Tigres.

Desde entonces
se multiplicaron
los eclipses
y la medianoche
del Kepler
pareció perpetua.

No volvió a mi calle.

Yo no sé si regresó
a su casa.

Estaba sucio
y llevaba un pomo.

Yo le regalé
unas monedas,
lo invité
a comer
y él me ofreció
unos tragos.

Cuando al fin
pudo reconocerme.
habló de los ausentes,
del parque y de su novia.

Prometió volver
y no regresó nunca.

La banca de la plaza
nos seguía esperando
tan descascarada
como siempre.

Nos sentamos en el respaldo
y nos pusimos cómodos,
para escuchar por radio
los eventos lejanos,
la Guerra de Vietnam,
los muertos del 71,
los triunfos de Olivares,
la odisea espacial,
las canciones de Janis,
la década obscura,
la muerte de Lennon,
la caída del muro
y las paradojas
eternas.

Los rumores
precisaban
la ubicación
de los eventos.

Hablaban de quinceañeras,
de bodas,
de viejas amigas en festejo,
de grupos famosos,
de bandas locales,
en los casinos y terrazas
que tomamos por asalto.

Las estaciones de radio
hablaban de los ídolos
alimentados por nosotros
y de las historias
que asombraban al mundo.

Las fiestas,
en cambio,
estaban al alcance
de la mano.

Nos perdimos
donde el barrio terminaba.

Era difícil
dejar atrás
a los amigos,
la medianoche,
el vino
y la nostalgia.

Las voces y las risas
de las muchachas
de antaño
desaparecieron
en lo obscuro,
en los confines
del barrio
y en la nada.

Un rumor
de polvo
desgasta
volúmenes inmensos.

Ahí se escribieron
las historias,
las pesadillas
recurrentes
y el anhelo renovado
de quien escribe
y deja testimonios
sin saberlo.

La historia
se confunde
en la medida
en que intentamos
explicarla;
añadir variantes
y resultar ilesos.

El drama
multiplica escenarios,
no es sólo uno,
aunque
aparente
lo contrario.

El instinto
se opone
a lo tangible.

La realidad
se contradice,
cambia cada minuto.

Las palabras
se desgastan,
lo mismo que
la historia.

Las fronteras
han cambiado
varias veces
y las murallas
siguen siendo
inexpugnables.

El testigo
pudo ver
reinos pasajeros,
ninguno pudo ser eterno,
aunque
algunos muertos
regresaron novedosos,
para ofrecer
la misma mierda,
a los fieles
empeñados
en resucitar
los miedos.

El cometa
dibujaba
un sueño
arriba
de la infancia.

Muy cerca
de la Osa Mayor,
el tejado
y las tres
de la mañana.

Sin saber
que la voluntad
iba a empecinarse,
no sé porqué,
en rastrear las noches
claras del verano.

Los mundos
crecieron de prisa
y la palabra
transformar,
fue asociada
con la técnica,
lo desechable,
la moda,
el estilo
y las promesas
que repetían
otras ofertas
del futuro
esquizoide.

El futuro
que no admite
permanencia.

Fuimos sorprendidos
por lo cotidiano,
más que por lo insólito.

Si.

Es absurdo,
pero es más lógico,
uno espera siempre
lo terrible
y naufraga
en las aguas
quietas;
sorprendido,
indiferente.

La música
entreveró
sus rumbos
y las letras
se acercaron
a la gente,
para sugerir
cambios
en la ruta,
el aspecto
y las ideas.

Algunos
se descubrieron
solitarios
y tan tristes
como antes
de la década.

Tras la ventana,
la luz
y los frentes de batalla.

Tras la ventana,
el espejo,
la mirada repetida,
el encuentro
que no admite excusa
y el testimonio
que traza tu rostro.

El eco,
la asociación
y los mundos dispersos
en que la realidad
fue dividida,
para volverla
esperanza,
locura,
coartada
y espejo.

Al otro lado;
aguarda el poema,
es inmenso
y no repite
sus líneas.

La memoria
se cristaliza,
se vuelve transparente
y a la vez
indescifrable.

El polvo
levanta parapetos
en la ciudad
y reconstruye
tu rostro.

En la mirada
se desvanece
el día
y las palabras
buscan otros ámbitos,
son arrastradas
por el viento,
la lluvia
y la arena,
para definir ciudades
imposibles
y miradas
eternas,
donde el día
se desvanece
para siempre.

La noche,
la sed constante,
el rostro desfigurado,
la plenitud
experimentada
tantas veces
y el huracán
empecinado
en arrastrarnos,
más allá
de los símbolos
y el puerto invisible
y la ciudad
construida
con arena
en las tardes
ardientes
del estiaje.

José Velarde


José Velarde

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