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OTRA VEZ

Acumulaba poder con placeres mundanos y deleitantes, entre sensuales y galácticos. Porque en realidad él se sentía muy bien, ¡divinamente!

Y deseó ir al campo en donde habitaba una casa solariega tipo Inglaterra de Finales de los 1400, o siglo quince.

Su hermosísima mujer tenía cabellos dorados surcados de un elegante plata oscuro, que le daba un aspecto aire felino delicioso, platicar con ella era un deleite exquisito: el arte placer de conocerse entre sí.

Entendió su mirada a todo lo que el arbolado y lejano paisaje quiso llevarla. Comprendió que aquello era vida: era rico, con una esposa joven, sin cargas de hijos ni de sacones de onda de tal tipo, podía hacer lo que quisiera, levantarse a la hora que quisiera y abusar del prójimo sin excusas éticas, solo por que él  era mas chingón mentalmente ¡y fácil se  llevaba al baile a los demás, sin que ni siquiera se dieran cuenta!

—Juanito, Juanito, no te me mueras amorcito lindo y hermoso. Reacciona, mi amor, reacciona por Diosito lindo.

Y despertó sabiendo que se llamaba Juan, que tenía cuarenta y ocho años pasados y llevaba al menos siete sin trabajo. Porque después de los cuarenta el sistema actual del quehacer sistémico de la economía lo excluyo de sus fuentes de trabajo; ya no calificó.

Tenía una mujer que al madurar se dejó engordar. Era una risueña compulsiva, que comía para satisfacerse porque a él —tras los cuarenta— jamás se le volvió a parar Satanás, sexualmente al menos.

Las broncas de sus hijos teen agers lo tenían hasta las caries de tanto temblarle los dientes, entre corajes y angustias.

Insatisfecha siempre, su señora no solo era una espía sino también una critica intolerable; al menos muy constante y ponzoñosa, por que siempre había alguna referencia a la flacidez de Satanás.

—Ahí que bien, bendito sea mi Dios altísimos que estás reaccionando, bien mío, sentí que te me ibas a ir a para siempre, para todita la vida.  —Viéndolo la carita de madreado con que se miraba él, clamó: Pero mira que... cabronazo más horrible te pusiste con el cristal del coche. Es que ese bruto animal de la camioneta  nos la echó encima; ¡lleva tanta prisa que le vale... un demonio, a quien le parte el hocico! Y tú, como siempre, andas hecho un pendejo sin ver para todos lados antes de dejarte ir.

—¡Diosito!,— oró internamente en sí mismo—, dame chance de que me prive otra vez.

Sergio Verduzco


«2004»

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