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LLANTO DE LA HIJA DE JEPHTÉ

A Vicente Aleixandre

Dadme una túnica de lino empapada en el agua más fría de los hontanares,
empapada a la sombra de los cedros,
allí donde el agua es clara y sin fondo como el ojo de una virgen enamorada,
allí donde se bañan los pastores sin encontrar jamás arena bajo sus pies,
donde se bañan cuando la siesta acaricia con sus labios resecos,
en besos sofocantes, la piel desnuda
y los músculos tienen el latido de un pájaro expirante,
y hasta el fruto dulce de las zarzamoras es un ascua en la boca.

Dadme una túnica de lino que calme mis hogueras,
una túnica tejida con la nieve de la montaña,
no estas ropas pesadas de bordados,
no estas telas de oro que ahogan como el incienso quemado
en los braserillos de una estancia pequeña,
donde las celosías son velos espesos que no mueve la brisa.

Dadme una túnica que sea en mis caderas
como agua de lluvia en un huerto sin riegos.
Dadme sólo una túnica...
Porque mi padre hizo un voto al Señor y yo he de cumplir su palabra.
Y mi vida será ya como un río entre muros
que tiene marcada la ruta y nada le puede hacer que varíe su cauce.
Un río de crueles espejos helados
que sólo reflejará el amarillo egoísmo de la piedra que lo aprisiona,
sin que su agua gotee en el belfo de los bueyes
que bajan sedientos desde el monte a beber,
ni en sus ondas se clave la perfumada lanza de los juncos
que hiere con el acero impreciso de su aroma.
Un río donde se tienden las redes ambiciosamente para sacar la pesca
y sólo el agua escapa por las cuerdas entretejidas,
las redes que volverán al fondo de la barca avergonzadas como un vientre estéril.
Mirad ese carro en l
a noche que detiene sus ruedas en el camino.
Así es mi vida.
En el fango se han hundido las ruedas
y yo oigo la blasfemia del látigo,
el tordo resoplar sudoroso de las mulos,
el esfuerzo que hincha los torsos desnudos de los hombres,
y la ruedo resbalo sin avanzar,
resbala sin avanzar...
Y hay una voz que dice: Esperamos al alba.
Y los cuerpos caen rendidos sobre lo hierba oscuro,
sueñan sobre lo hierba oscura que se mece en silencio.
Y con el día vuelve el anhelante jadeo de las respiraciones
y las enjalmas crujen
y la ruedo no avanza
y el mercader grita por su carro perdido
cuando las mulas huyen enloquecidas por los golpes y el tábano,
mientras los ladrones descienden de lo alto como una lluvia negra,
como esos pájaros negros
que amparan con sus alas abiertos el aire de los muladares.

¡Oh doncellas, llorad conmigo por los montes!
Que la tarde se alce envuelta en el crespón suplicante de los flautas.
Sólo las nautas eleven nuestro llanto
en la columna humeante de su armonía
y lo desgranen en un surtidor de sufrimientos
sobre el estanque solitario de la luna
y tú, alma mía, cuéntate una vez más lo sucedido aquello noche
ahora que las palomos se paran sobre mis hombros desnudos,
sobre mis brazos desnudos y picotean en la manzana virgen de mi pecho
que yo resguardo con la inocencia cruzada de mis brazos,
igual que la campesina cubre con un lienzo lo bandeja donde incitan
granadas y membrillos.
Cuéntate una vez más lo sucedido aquella noche,
aquello noche que se abrazaba como un escarabajo brillante al estiércol de la tierra.


Inmóvil en mi sueño de blancura
desde la galería contemplaba aquel valle dormido
como un lago de quietos oleajes.

Yo era también de luna, casi mármol
mi cuerpo era una brasa que se apaga entre las manos del relente.
La casa susurraba su silencio de remotos ruidos familiares,
una puerta entreabría su misterio ante la voz del ate,
en la madera noble de los muebles aún gemía la ilusión oculta de sostener nidos
y las pomas maduras
caían cuajando su eco sobre la tierra del jardín.
Era la noche un rezo soñoliento que me arrullaba igual desde mi infancia.

El umbral de mi puerta se poblaba de ensueños como todas las noches.
Como todas las noches
se consumía sola la subterránea lámpara de mi inquietud.
Yo no sé de qué mundos
surgió aquel sollozo acorde con la noche,
aquel canto lejano que tenía preparada desde siglos su respuesta en mi ser.
Yo no sé qué pasión, candente como un hierro sobre el yunque,
o qué tristeza mansa como cándida ola que recogiera un niño entre las manos
elevaba su chorro en aquella garganta.
Qué demonio suave, o qué arcángel flamígero
obligaba implacable con espadas de dicha,
obligaba tirano aquel canto que hacía de mí una criatura estremecida,
un arpa tensa ansiosa de vibrar entre los dedos solemnes de la noche.

Y la voz se alejaba...
Se perdía la voz entre las zarzarrosas...
Desfallecía la voz como un alhelí cárdeno en la tarde de estío
y en mi pecho sentía aquel canto como algo próximo y terrenal,
no un anuncio deslumbrante del Señor en su bermeja aurora,
no un sueño mensajero de la gloria de mi familia.
Aquel canto incendiaba mi piel como un sol descendido hasta mis manos,
como un sol de serpientes que enredara sus llamas en mi cuerpo,
sus llamas verdes, lívidas, que hacían palpitar mis entrañas
con el deliquio de las flores bajo el soplo del polen.
Era la voz de la tierra, dura como un pan amasado de varios días
y fresca también como un gajo de vid entre los labios, pálidos por la fiebre, de un enfermo.

Era la voz enronquecida por una primavera caliente
que hincha de sangre la garganta de los muchachos.
La voz de algún guerrero de mi padre,
o de un pastor que recogiera su rebaño al son de su haz de flautillas.
Se alejaba la voz...

El canto se perdía entre las zarzarrosas,
desfallecía como lirios en un vaso sin agua.
Se alejaba la voz,
se perdía en la noche la voz,
se alejaba...

¡Oh doncellas, llorad conmigo mi virginidad por los montes!
Cubrid vuestros cuerpos con los más rudos paños,
vuestros pies de la más basta sandalia,
para que yo no recuerde en vuestras groseras cinturas la cintura viva
de los jóvenes,
en vuestro torpe andar sus gráciles pasos en el baile.
Venid, vaguemos por el monte.

Lloraremos bajo los abanicos perfumados de las palmas.
Armaremos nuestras tiendas para descansar
junto al arroyo que corre entre los granados.
Nuestras tiendas ornadas con el estandarte soberbio de la aflicción
donde ninguna mano amiga llegará para posarse en la aldaba de la puerta
ni dejará colgada una guirnalda de jazmines con rocío.
Venid.
Venid, que quiero olvidar la magnolia selvática de mi cuerpo
apenas entreabierta en la mañana.
Quiero liberarme de la sofocante red de los deseos.
Apagar toda lumbre, como el centinela apaga en el arroyo su
antorcha escarlata,
cuando la aurora despliega el livor de su clámide entre los árboles más lejanos.
Quiero desvanecerme en una lágrima,
desaparecer en la noche con mis manos abiertas en el viento
y el clamor angustioso de mi cabello golpeando en la espalda.
Disolverme en el mosto dorado de los crepúsculos
que embriaga los campos al compás de la música fácil de los insectos.
Desfallecer sobre la tierra tímida y ansiosa de primavera
como la mujer bajo el cuerpo del hombre deseado.
Adormecerme en la muerte,
cansada de tantas amapolas intactas,
de tantas espigas prohibidas a la furia de mi hoz.
¡Oh doncellas, llorad conmigo por los montes!

Conducid mi juventud pálida hasta que se abrace a la columna
estriada de la muerte.
Llevadme, como la ternera que baja en el carro
desde la montaña hasta el lugar del sacrificio,
tendida en el carro sobre la fresca hierba
y atada con fuertes ligaduras que en vano se esfuerza en romper,
mientras el boyero indiferente eleva su canción entre los gritos de las
pitas por el camino.
Guiadme en mi ceguera hasta la muerte
antes que el día escape como un pájaro ígneo.
Guiadme, que presiento su augusto poderío rozando por mi carne.
Soltad mi cabellera de sus cintas.
Desceñid mis sandalias.
Rasgad mis vestiduras que quiero ir a sus brazos desnuda como un templo
al son de los adufes.
¡Oh virgen que sonríes entre los duros pliegues de tu manto,
amante del silencio y la quietud,
dame tu calma!


autógrafo

Pablo García Baena


«Mientras cantan los pájaros» (1948)

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